Cortaba la carne en finísimos filetes. La mano experta guiaba un cuchillo afilado con esmero. Y los desperdicios y recortes los iba dejando caer en un gran cubo negro.
El carnicero recordaba siempre en aquellas ocasiones la primera vez que hizo un sacrificio con despiece completo: el miedo en los ojos de la criatura, los últimos intentos por zafarse del cuchillo y el olor cálido de la muerte fresca. Luego, el arduo trabajo de separar las piezas, de cortar certeramente huesos y tendones, de extraer de cada pieza su mejor corte: filetes, dados o tiras. Horas y horas de laborioso trabajo hasta convertir un cuerpo humano en un selecto mostrador gourmet.
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