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Mostrando entradas de febrero, 2011

Esperanzas

Bajo aún más la cabeza, cierro los ojos y aprieto los dientes hasta que noto cómo el esmalte se agrieta. Las luces del avión se apagan y la cabina se inclina hacia delante. Vuelan algunas cosas y de los altillos de la nave salen las mascarillas. Pero no creo que nadie las coja. Todo el pasaje se haya en este momento parado en el tiempo, pensando en los sueños truncados, en las personas que no volverán a ver o en el pasado que no se repetirá. Miro hacia el horizonte. Por encima de la borda ya sólo el mar azul nos espera mientras comienza a tragarse la proa del barco. Los pasajeros que no han querido saltar o los que no han entrado a tiempo en las barcas salvavidas se agarran a las barandas, apurando hasta el último instante sus vidas. Por encima de los ojos de los transeúntes una nube oculta el sol y les permite vislumbrar durante un instante al hombre que cae desde lo alto. Soy yo, huyo de un incendio y concibo como última esperanza que el suelo no termine de hacer lo que comenzó el

Bajo la voz

Miente. Sus ojos esquivan la mirada de ella, que se vuelve llorosa por momentos. El plato es el refugio de sus palabras falsas. Ella se da cuenta: los cubiertos se le han vuelto pesadas barras de metal y debe dejarlos en la mesa. Las manos se buscan una a otra, y acuden a tapar las lágrimas incipientes. Finalmente, sujetan su cabeza. Él está libre. Ella ya no le mira y puede dejar de esconderse. Le habla, le toca el pelo que cae sobre su frente y acaricia su mano. Una mano que se estremece al sentirse tocada. Pero sabe que esa caricia ya no es como las demás, es un gesto de lástima, es un lametón de consuelo; ya nunca más será la pasión la que guíen sus dedos hacia ella.  Bajo la voz de él ya no hay más que mentiras y una amarga sensación de abandono. Como un resorte, ella se levanta y le grita que se valla. El restaurante en pleno se silencia mientras él abandona la sala con menos dignidad que prisa. Ella se vuelve a sentar y retoma la ardua tarea de comer unos pocos bocados mezclad

El elefante de Aníbal

No sé dónde me han traído estos seres que caminan a dos patas. Estamos muy lejos de casa y, sin embargo, la manada humana sigue matando y sigue muriendo. No comprendo qué territorio defienden, tan lejos de sus cubiles y de sus crías. Hace frío, un frío intenso que cada mañana me encuentra entumecido por la humedad de la noche. Otros como yo han caído por el camino, pero su recuerdo se perderá para siempre. No habrá ningún elefante que sea capaz de recordar en qué lugar cayeron, ni que se sienta triste al reconocer sus huesos, porque no hay elefantes en estas tierras. A medida que pasan los días las raciones de comida son más escasas y mis fuerzas se están resintiendo, como las de ellos. Los veo caminar cansados arrastrando los trozos de árbol que utilizan para herirse. No sé dónde me han traído, pero estoy seguro que ningún otro elefante será capaz de recordarme, ni habrá alguno que se entristezca al pasar junto a mis huesos.

Me pudro

Me pudro. Soy la atracción del Hospital. Los médicos, enfermeros, anestesistas, bedeles, técnicos de mantenimiento y pacientes oncológicos pasan por la puerta de mi habitación de forma incesante. Asoman sus cabezas curiosas y me miran. En sus ojos hay miedo y curiosidad, tal vez curiosidad miedosa, o tal vez miedo curioso. Atisban fugazmente como es esa que se está pudriendo en vida. La mayor parte del tiempo estoy sola. Apenas si entran un par de personas, sólo para controlar los sistemas a los que estoy conectada y para comprobar el avance del problema. Sé que sigo viva porque siguen viniendo. Apenas tengo sensaciones de mi propio cuerpo, imagino que mis piernas ya no existen, posiblemente tampoco mis manos. Un cosquilleo sordo es cuanto percibo y, de noche, cuando el hospital se ahoga en el silencio, me parece oír el bullir de las bacterias que se están comiendo mi carne. Me pudro, antes de estar muerta. Sabiendo que estoy muerta.

Apenas un susurro

Fue un susurro leve, pero ella lo escuchó. De pronto, todas aquellas maravillosa cenas de San Valentín comenzaron a tener sentido. No eran, como ella había pensado, celebraciones de su amor infinito, sino enormes excusas de destrucción masiva. Una palabra bastó para hacer saltar por los aires su vida, una palabra terrorista que se inmolaba para generar dolor a su alrededor. Aún podía disimular, hacer como que no se había enterado y prolongar el engaño algún tiempo más. Pero, en lugar de eso, le espetó: - ¡Cuánto daño han hecho las princesas de Disney a las de mi generación! Él sonrió con su boca falsa y continuaron cenando al son de los violines, sin decirse nada más.

Cansada de luchar

– Estoy cansada de luchar. Me lo dijo el domingo por la tarde,  mientras ponía todas sus fuerzas en mover los dos pesos muertos en los que se habían convertido sus piernas. Y, a diferencia de otras muchas veces, la creí. Mi duelo comenzó justo en ese instante. El trayecto en carrertera desde la residencia a mi casa fue el velatorio, con el llanto intentando inundar los recuerdos. Y en la mafdrugada del miércoles, se rindió.

Me van las cosas pequeñas

Psss. Por favor, no lo digas por ahí, me da vergüenza. Ya se que hace año y medio te conté que abandonaba este empeño por otro mayor. Pero tengo que reconocerlo, ni siquiera he llegado a intentarlo. Me he puesto todo tipo de excusas, todas falsas, porque lo que de verdad me sucedía, lo que de verdad me sucede, es que no soy persona de grandes asuntos. A mi me van las cosas pequeñas, las minucias que rellenan la vida entre grandes sucesos; ahí es dónde me siento cómodo. Por eso he vuelto a casa.