Haber imaginado tantos escenarios futuros para tu vida a veces provoca que el presente tenga cierto regusto a pasado.
Hace años pensé que mi vida no alcanzaría las seis décadas, me convencí tan profundamente de ello que incluso aposté con mi amigo C a que no llegaría a celebrar mi 60 cumpleaños. Y ahora ya sé exactamente como voy a ganar aquella apuesta macabra. Será la COVID-19 quien acabe conmigo. Y lo hará cuando ya apenas haya contagios, cuando esté a punto de salir su vacuna y cuando los telediarios presten más atención al estado de las playas que al de los hospitales.
Mi cuerpo será incinerado a toda prisa y mis amigos organizarán una reunión de Zoom para hacerme un funeral. Todos hablarán de mi y recordarán los momentos gloriosos compartidos. Y, por supuesto, también los más penosos, como aquel episodio heroico de París que bien pudo no haber sucedido nunca. Eso sí, C tendrá que reconocer que le gané la apuesta y ofrecerá un brindis por mi alma, aunque casi ninguno de los presentes crea en su existencia.
A mi familia le darán una urna sobre la que siempre cabrá la duda de si son mías o no las cenizas que contenga. Esa urna acabará a los pocos años en un trastero, detrás de la maleta grande de los viajes en coche. Mi mujer descubrirá que vivir sin mí tiene las mismas ventajas que conmigo, pero ninguno de sus inconvenientes. Mis hijos pronto me olvidarán, atareados en poner en marcha sus propias vidas de adultos. Y mi gran amigo L, que se ofreció a repartir las cenizas entre las dos bahías de mi vida, olvidará su promesa con un poco de cargo de conciencia, lo justo para sentirse mal, pero no lo suficiente como para cumplirla.
Seré un número en la estadística, uno de los últimos, el 30.217, uno más de los que desapareceremos en medio de esta pandemia moderna en la que las ventanas no solo son de cristal, sino que también están hechas de ceros y unos.
Puede que al cabo de los años, mi hijo adolescente de hoy se sorprenda mirando a su propio hijo y pensando en cómo se parece ese crío a su abuelo. Y entonces, el lamento de no haberme abrazado una última vez le arrancará unas lágrimas. Y puede que al hacerlo él también sienta un ligero regusto a pasado.
Hace años pensé que mi vida no alcanzaría las seis décadas, me convencí tan profundamente de ello que incluso aposté con mi amigo C a que no llegaría a celebrar mi 60 cumpleaños. Y ahora ya sé exactamente como voy a ganar aquella apuesta macabra. Será la COVID-19 quien acabe conmigo. Y lo hará cuando ya apenas haya contagios, cuando esté a punto de salir su vacuna y cuando los telediarios presten más atención al estado de las playas que al de los hospitales.
Mi cuerpo será incinerado a toda prisa y mis amigos organizarán una reunión de Zoom para hacerme un funeral. Todos hablarán de mi y recordarán los momentos gloriosos compartidos. Y, por supuesto, también los más penosos, como aquel episodio heroico de París que bien pudo no haber sucedido nunca. Eso sí, C tendrá que reconocer que le gané la apuesta y ofrecerá un brindis por mi alma, aunque casi ninguno de los presentes crea en su existencia.
A mi familia le darán una urna sobre la que siempre cabrá la duda de si son mías o no las cenizas que contenga. Esa urna acabará a los pocos años en un trastero, detrás de la maleta grande de los viajes en coche. Mi mujer descubrirá que vivir sin mí tiene las mismas ventajas que conmigo, pero ninguno de sus inconvenientes. Mis hijos pronto me olvidarán, atareados en poner en marcha sus propias vidas de adultos. Y mi gran amigo L, que se ofreció a repartir las cenizas entre las dos bahías de mi vida, olvidará su promesa con un poco de cargo de conciencia, lo justo para sentirse mal, pero no lo suficiente como para cumplirla.
Seré un número en la estadística, uno de los últimos, el 30.217, uno más de los que desapareceremos en medio de esta pandemia moderna en la que las ventanas no solo son de cristal, sino que también están hechas de ceros y unos.
Puede que al cabo de los años, mi hijo adolescente de hoy se sorprenda mirando a su propio hijo y pensando en cómo se parece ese crío a su abuelo. Y entonces, el lamento de no haberme abrazado una última vez le arrancará unas lágrimas. Y puede que al hacerlo él también sienta un ligero regusto a pasado.
Comentarios