No se llamaba Jordi. No era ingeniero, o al menos, no solo era ingeniero. No le gustaba el ejército, ni le interesaba lo más mínimo la política de defensa de Europa. No deseaba ese puesto en Bruselas y no sintió ninguna pena cuando lo detuvieron los agentes del CNI.
Jordi Semprún en realidad se llamaba Nicolai y tenía pasaporte ruso. Desde muy pronto supo que él no era como los demás. Sus padres se encargaron de enseñarle en secreto el idioma de su verdadera patria y le encaminaron por la vida en función de las necesidades del Kremlin. Hasta los 18 fue un agente durmiente, pero cuando entró en la Academia de Zaragoza comenzó su actividad de espionaje. La primera misión fue informar sobre las actividades del más famoso de sus compañeros, Felipe de Borbón. Aquello era bastante inocente; básicamente enumerar salidas nocturnas, cotilleos de barracón y recortar revistas del corazón. Luego vino la desmembración de la Unión soviética y el sueño de ser libre por primera vez en su vida. Duró poco, apenas lo que su paso por la Politécnica de Barcelona. Su verdad volvió a ser la mentira cuando le contactaron en una terraza de verano viendo una de Almodóvar. Y, desde entonces, el regreso a una carrera militar siempre ascendente, con un acceso cada vez más amplio a información sensible, tanto de España como de sus aliados de la OTAN: información necesaria para sostener el papel de potencia mundial que Rusia quería mantener a toda costa. A sus 50 años, Jordi, Nicolai, se sentía el hombre más libre de la prisión militar de Alcalá de Henares.
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