Kogi Kabuto nunca había imaginado que llegaría a estar en la sala del consejo de administración de la Kangi Corporation, en la planta 98 de la novísima Torre Kangi; la que el venerable Iwao Kangi, el tercero de su nombre al frente de la compañía, denominó “el faro que iluminará a todos nuestros empleados alrededor del mundo”. Kabuto, un simple contable, había llegado a aquella sala de la mano de un antiguo compañero de facultad, mucho más afortunado que él, que había escalado hasta vicepresidente de finanzas. Descubrió algo extraño en las facturas de la constructora, ligeras desviaciones entre lo reseñado en los conceptos y la realidad que se podía ver en la torre.
La voz apenas le acompañó durante su breve intervención. Y le abandonó completamente cuando el consejero delegado comenzó a mostrar las auditorías de calidad externas del edificio, todas positivas, todas ensalzando la gran obra de la Kangi. Kabuto sintió como las miradas de todos los consejeros laceraban su piel y le abrumó una profunda vergüenza. Es posible que estuviera equivocado, y no podría perdonarse un error como ese. Una mancha en su historial que alcanzaría a sus hijos. Esperó a que el consejero terminase su diatriba acompañada de numerosos documentos y acusaciones veladas de incapacidad. Luego, se levantó del asiento, saludó a los presentes con un firme movimiento de cabeza y se lanzó contra la ventana con el sillón por delante. El cristal se hizo añicos y Kabuto se precipitó desde las alturas del faro de la Kangi.
Todos quedaron paralizados por la impresión. Durante unos segundos la incredulidad llenó el silencio de una habitación acostumbrada a las voces siempre seguras de los consejeros. El primero en reaccionar fue el viejo Iwao que, con sus ojos empequeñecidos por los años, miraba fijamente al consejero delegado: “tal vez pueda usted explicarnos cómo es posible que ese pobre hombre haya atravesado unos cristales a prueba de suicidas”.
La voz apenas le acompañó durante su breve intervención. Y le abandonó completamente cuando el consejero delegado comenzó a mostrar las auditorías de calidad externas del edificio, todas positivas, todas ensalzando la gran obra de la Kangi. Kabuto sintió como las miradas de todos los consejeros laceraban su piel y le abrumó una profunda vergüenza. Es posible que estuviera equivocado, y no podría perdonarse un error como ese. Una mancha en su historial que alcanzaría a sus hijos. Esperó a que el consejero terminase su diatriba acompañada de numerosos documentos y acusaciones veladas de incapacidad. Luego, se levantó del asiento, saludó a los presentes con un firme movimiento de cabeza y se lanzó contra la ventana con el sillón por delante. El cristal se hizo añicos y Kabuto se precipitó desde las alturas del faro de la Kangi.
Todos quedaron paralizados por la impresión. Durante unos segundos la incredulidad llenó el silencio de una habitación acostumbrada a las voces siempre seguras de los consejeros. El primero en reaccionar fue el viejo Iwao que, con sus ojos empequeñecidos por los años, miraba fijamente al consejero delegado: “tal vez pueda usted explicarnos cómo es posible que ese pobre hombre haya atravesado unos cristales a prueba de suicidas”.
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