Nunca antes España había sufrido una peste como aquella. Primero fueron las clases más desfavorecidas, pero poco a poco el mal se fue extendiendo a toda la población. Los médicos no podían explicar el porqué del rápido avance y apenas fueron capaces de encontrar el vector que propagaba la infección. Los gobernantes primero intentaron culpabilizar a los propios enfermos y luego a una seguridad social hipertrofiada e ineficiente. Tan solo el arzobispo de Cuenca, en un arrebato de brillantez, fue capaz de relacionar la peste con un mal moral, con una sociedad enferma en su conjunto. Pero el Vaticano se encargó de silenciarle a petición del Gobierno. Y la peste se hizo endémica en el país. Y los médicos siguieron sin poderla explicar.