– No puedo ser perdonado, yo no escribo. Vomito. Sé que los más empáticos me excusarán con aquello de la intención. Ni es buena, ni jamás pretendió serlo. Quería trascender, ser como ustedes, formar parte de este tribunal para las generaciones de escritores venideras. Pero me he dado cuenta a tiempo. No escribo, vomito. Y no puedo dejar de hacerlo. No me consideren para el puesto, no me lean, olviden incluso que una vez estuve aquí. Tan solo dejenme seguir vomitando.
El recuerdo botaba en el umbral del patio. El niño se acercó a él con decisión y de una patada lo embarcó en el terrado. Allí quedó olvidado por veintitrés años, hasta que un viento de Levante especialmente intenso lo volvió a traer al suelo. Y el niño, ya hombre, sintió de golpe una laceración en el alma. Quiso volver a olvidar, pero fue imposible porque ninguna patada lograba ya que aquel recuerdo abandonase el patio de su memoria.
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