Había olvidado volar. Extendía las alas, pero por más que las agitaba sus piernas no se separaban del suelo más allá de un par de segundos. Le mirábamos angustiados intentar levantar el vuelo, pero sus esfuerzos eran imfructuosos. Si no lo lograba significaría que tendría que seguir en cautividad el resto de su vida. Sus cortos revoloteos le acercaron al borde de la terraza y, antes de que ninguno de nosotros pudiera evitarlo, se precipitó hacia el suelo. Pensé que le perdíamos, pero justo cuando alcanzamos a asomarnos, le vimos remontar planeando en el aire y alejarse de nuestro terrado saludando con la mano. Quise recordarle que un ángel debería honrar sus promesas, pero preferí no hacerlo: nunca se sabe cuándo un ángel de la guarda puede ser útil de verdad.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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