El plato quedó sobre la mesa, consumiendo el calor que le había cedido el fogón. La cuchara hacía de puente entre la blanca superficie del mantel y el líquido del que emergían algunas patatas y un trozo de bacalao amarillento. A su lado, una rebanada de pan comenzaba a endurecerse y un vaso lleno de agua deformaba la pobre luz intermitente que lo atravesaba viniendo desde la ventana.
Los padres, sentados cada uno a un lado de la mesa eran parte del bodegón, inmóviles, con el miedo asomando a la boca a cada segundo y reprimiéndolo por no preocupar al otro.
La niña no llegaba, y pasaba ya media hora. En la televisión llevaban varios días hablando del crimen de Alcasser y ellos, fieles seguidores de los programas de la tarde, temían verse entrevistados por Antenatrés para el magazine de la sobremesa. La niña se retrasaba y casi nunca lo hacía. Lo extraordinario del retraso un día de diario, el que más tarde terminaban las clases, solo acrecentaba el silencio del miedo.
De pronto, la llave hizo girar la cerradura y el bodegón cobró vida al instante. Y el miedo retrocedió para esperar agazapado en un rincón de la cocina la llegada del fin de semana.
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