El poniente travieso levantó su falda y unos ojos casuales se cruzaron con la imagen. Ella, azorada, pugnaba por sujetar la falda alpinista y evitar que se le cayeran unos paquetes. Finalmente logró controlar el vuelo pegándose contra una fachada. El dueño de los ojos casuales pensó que no debía dejar a la casualidad un nuevo encuentro y se acercó solícito para ayudarla con las cajas. Ella aceptó la oferta, aunque solo mientras convertía la falda en unos pantalones con un imperdible. Luego se fue, con el poniente aún empeñado en jugar con ella. Los ojos la siguieron un trecho y luego se emplearon a la ardua tarea de intentar olvidarla.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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