Bajó hasta la playa, exactamente igual que los 364 días anteriores. Dejó el albornoz en la orilla y se lanzó a nadar en las frías aguas del Mediterráneo occidental. Las pavanas aprovechaban el viento para planear sobre ella, prácticamente clavadas en el cielo. Llegó a la boya y regresó, ya casi sin esfuerzo a base de las repeticiones. Antes de volver a casa, como todos los días de el último año, escribió con el pié el nombre de su hijo y esperó a que las olas lo borraran, igual que aquel otro 10 de noviembre en el que borraron su nombre y su existencia.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
Comentarios