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Mostrando entradas de noviembre, 2014

El paseíllo

Los periodistas se arremolinaban a la puerta, pugnando por situar sus micrófonos, grabadoras y móviles en un buen lugar. Los cámaras se empujaban por obtener un buen encuadre del portal y en la acera de enfrente, un grupo de personas se preparaba para regalarle una andanada de insultos. Posiblemente fuera eso lo que más le jodía. Al hijo del calvo de la pancarta lo había colocado de barrendero; a la prima de la Santi le había arreglado los papeles de la ampliación de la casa. Y al cabrón de Cristobal le había contratado en varias ocasiones para reparaciones en el pueblo. Lo peor siempre es la ingratitud, le dijo el alcalde saliente cuando le cedía el bastón de mando, pero nunca lo había vuelto a recordar hasta este día. Porque, hasta ese momento, todos parecían agradecidos. Y acto seguido se le pasó por la cabeza echarle la culpa al viejo de los desmanes, una especie de inercia institucional que él no había podido o sabido frenar. En el fondo, no era del todo mentira eso de la inercia.

Un sueño sobre las nubes

Un avión con el suelo transparente. Eso parecía. Aunque en realidad no era más que una pantalla a los pies de los viajeros que reflejaba una imagen construida con las tomas de varias cámaras alojadas en la panza de la aeronave. Lo cierto es que finalmente estaba viviendo su sueño. La impresión era la de estar volando realmente sobre la tierra, aunque el efecto solo era realmente impactante si te sentabas en el pasillo. Sabía que apenas tocaran tierra el sueño se desvanecería y pasarían a negociar con alguna compañía. Una o varias negociaciones que serían agónicas y que podrían terminar con un carpetazo al asunto o con versiones operativas de la idea en muchos aviones. Pero eso ya no era divertido, eso ya no era parte de la aventura. Así que se preparó a vivir el mejor aterrizaje de su vida antes de ponerse a jugar a los dados con el resto de ella.

Un año en la orilla

Bajó hasta la playa, exactamente igual que los 364 días anteriores. Dejó el albornoz en la orilla y se lanzó a nadar en las frías aguas del Mediterráneo occidental. Las pavanas aprovechaban el viento para planear sobre ella, prácticamente clavadas en el cielo. Llegó a la boya y regresó, ya casi sin esfuerzo a base de las repeticiones. Antes de volver a casa, como todos los días de el último año, escribió con el pié el nombre de su hijo y esperó a que las olas lo borraran, igual que aquel otro 10 de noviembre en el que borraron su nombre y su existencia.

Atardecer en Mónsul

Caía la tarde en la cala de Mónsul. El sol pintaba de rojo otoñal el horizonte y en la playa apenas quedaban dos o tres grupos de domingueros exprimiendo los últimos días de baño. La brisa ya soplaba fría y apetecía ponerse la camiseta. El momento era perfecto para una declaración de amor. Y él estaba dispuesto. Entonces de sopetón ella le dijo que lo dejaba, que estaba cansada de no sentir lo que pensaba debía sentir y que seguramente al final él le daría la razón. Luego recogió sus cosas y se marchó: alguien la recogería. Caía el sol sobre un corazón otoñal que, en el fondo, sentía un profundo alivio.

Elogio de la brevedad

Apenas había empezado a excitarse cuando sintió sobre su vientre la cálida señal del fin. Él balbuceó una disculpa y ocultó su cara en la almohada: "No te preocupes cariño, a veces pasa". El hombre se vistió a toda prisa, mientras ella le invitaba a quedarse, a volver a intentarlo. "No me humilles más", dijo para frenarla.  El hombre abandonó la casa a toda prisa dando un portazo de rabia. Y ella se quedó sola, de nuevo pensando en Brad Pitt con sus manos.

Un poniente travieso

El poniente travieso levantó su falda y unos ojos casuales se cruzaron con la imagen. Ella, azorada, pugnaba por sujetar la falda alpinista y evitar que se le cayeran unos paquetes. Finalmente logró controlar el vuelo pegándose contra una fachada. El dueño de los ojos casuales pensó que no debía dejar a la casualidad un nuevo encuentro y se acercó solícito para ayudarla con las cajas. Ella aceptó la oferta, aunque solo  mientras convertía la falda en unos pantalones con un imperdible. Luego se fue,  con el poniente aún empeñado en jugar con ella. Los ojos la siguieron un trecho y luego se emplearon a la ardua tarea de intentar olvidarla.

Invierno por dentro y por fuera

Quisieron mi ánimo y la suerte que el otoño fuera tan solo invierno. Un invierno de fríos en la calle y en las circunvalaciones de mi cerebro. Nevaba más dentro de mi cabeza que en la Sierra. No parecían tener fin. Ni el de dentro ni el de fuera. Afortunadamente, ya muy adentrados en mayo, el sol comenzó a calentar la vida y mi invierno quiso buscar sonrisas furtivas que iniciarán el deshielo.

Indicaciones

Abajo, en la rotonda, tome usted la segunda salida. No, disculpe, la tercera. Avance por esa calle, verá que hay una señal que indica el camino del cementerio. No recuerdo si es la tercera o la cuarta esquina a la derecha, pero es en la que hay un Cajero de CaixaDerribo. Ahora debe estar cerrado, claro. Doble usted por esa calle y continúe hasta el final. Verá el cementerio, pase de largo, y unos 2 o 3 kilómetros después estará usted allí. Le llaman el Paraje del Infierno, porque siempre que hay tormenta impacta algún rayo allí. De hecho, los suicidas del pueblo se pasan el día esperando la previsión metereológica. Pero supongo que todo esto ya se lo habrá dicho su GPS.

Mercanet

Acababa de romper con el mundo que había conocido. La extirpación de su micropay había sido más dolorosa a causa del enorme sentimiento de pérdida que llenó el hueco de su antebrazo; ya nunca más podría comprar una teleconexión con sus padres, ni sobrepujar en el mercado de ideas. Tampoco podría ya abrigarse con "la energía más cálida y barata: desde el centro de la tierra hasta tu cama". Se había desconectado de Mercanet y con ello renunciaba a su propia identidad. Tendría que abandonar su casa, su trabajo, su propia ciudad y retirarse a vivir en una comunidad desconectada, de esas que llamaban museos del siglo XX, o en algún monasterio talibán de los pocos que quedaban. Cualquier cosa sería mejor que seguir deambulando por la ciudad, caminando entre los anuncios inmersivos, sin poder comprar nada y teniendo que conformarse con lo que los demás ya no quisieran y no pudieran vender.