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Serio. Muy serio.

Serio. Muy serio. Manejaba los silencios con la misma facilidad con la que se encaramaba al tejido del invernadero, o con la que destallaba las tomateras. Allí, sentado, aunque sintiéndome hundido, llenaba la espera con lacónicos monosílabos y un esquema de preguntas y respuestas preestablecido de forma tácita: “¿qué tal la campaña? ¿Ha visto los nuevos sistemas de riego? ¿Va a poner abejorros para sustituir al tomatone?”
Eran los tiempos del noviazgo, de considerarnos enemigos: uno que siente que le roban a su hija, y el otro que piensa que le roban libertad. Luego, con el tiempo, descubrimos que lo que nos enfrentaba era, en realidad, lo que nos unía. Y desde ese punto de apoyo los silencios se fueron haciendo menos ruidosos. Y ya no estaba solo serio. A veces reía, a veces lloraba. A veces se emocionaba.
Ahora yo soy el que se pone serio. Hay que despedirse y me cuesta, no quiero hacerlo...
No puedo hacerlo.

A un hombre serio de apariencia, José Salvador, que se emocionaba como un niño. Adiós.

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