Era un 25 de diciembre. Lo sé porque esa noche los pocos que estábamos de guardia no queríamos estar. Le ayudé a nacer y durante el parto todo fue normal. Recuerdo que brindé con el padre por un niño que seguro sería especial.
Ya había vuelto a dormirme cuando una de las enfermeras entró murmurando en la sala. Al niño le pasaba algo, algo muy raro. Apenas habían pasado dos horas desde su alumbramiento y ya no cabía en la cuna. A la mañana siguiente tenía el aspecto de un jugador de baloncesto, altísimo, pero apenas manteniéndose sobre sus piernas y sin saber hablar. No me fui a casa y me quedé con él. Crecía y envejecía a ojos vista. Ví pasar su juventud y su madurez en apenas unas horas. Y le acompañé en la vejez; allí estaba cuando dijo papá. Antes del atardecer firmé su defunción. En la causa puse muerte súbita, pero recuerdo que mis dedos quisieron escribir: vida mínima.
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