No le prestó atención. Pasó por su lado sin mirarle, sin ni siquiera decirle algo. Porque para cualquiera que observara la escena, era obvio que sabía que está a allí. El charco de sangre se había extendido por todo el suelo y sus lamentos se mezclaban con el ruído que subía de la calle. En aquel terrado sólo estaban los dos. Pero él sólo podía mirar hacia el cielo. Se acercó al borde del terrado y abrió los brazos.
Antes de saltar, cerró los ojos y rememoró el día de su caída, la expulsión injusta del paraiso y el enorme y creciente deseo de volver a volar. Se alzó sobre la ciudad, ascendiendo en lentos círculos, cada vez más abiertos, perdiendo poco a poco de vista la imagen de Gabriel empapando el suelo con la sangre de su espalda y pensando en la manera de vengar una eternidad de destierro.
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