El alboroto llegaba desde la calle, colándose por la ventana de la habitación. Alguien hebía roto algo de otro alguien y ambos estaban discutiendo a gritos la situación. El calor aumentaba la sensación de angustia, la fiebre alteraba sus sentidos y disparaba el volumen de todo lo que no fueran sus propios pensamientos. Junto a la mesita de noche la jarra de agua calentuja apenas tenía ya para medio vaso y el ruidoso ventilador del techo acrecentaba su estado de confusión más que mitigaba el calor.
El sudor había calado el colchón y notaba también la almohada húmeda. Tener fiebre en el desierto es el colmo de un enfermo, pensó. O creyó que pensaba, pues los ruidos de la calle y el ventilador enmarañaban cualquier pensamiento que le viniese a la cabeza. Quiso salir de la cama para darse una ducha, pero las fuerzas no le dieron para siquiera sacar las piernas de la cama. Estaba condenado a seguir sudando hasta que alguien viniese a ayudarle o hasta que la fiebre se diera por vencida.
El almuecín llamaba a la oración sumando su voz a la algarabía de ruidos dentro de su cabeza y entonces supo dónde estaba, en qué momento justo de su vida. Justo ahí perdió la esperanza del regreso y dejó que la fiebre lo arrastrara de nuevo a las ciénagas de un sueño inquieto.
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