De pronto la realidad se hizo ominosa. El pequeño reflejo de su rostro en Skype le sorprendió; no reconocía a aquel hombre de mediana edad. La voz que le preguntaba si estaba bien comenzó a sonar hueca y, sin poder evitarlo, vomitó sobre el portátil. Cuando cesaron las arcadas, se levantó de la silla, no quiso mirar hacia el monitor, y salió de la oficina, del edificio y de su propia vida dejando apenas un olor a neumáticos quemados. Mientras conducía intentaba encontrar una pista de si mismo mirándose los ojos en el retrovisor. Pero era imposible. En su casa nada mejoró: los que allí estaban le eran tan extraños como él mismo. Y también tuvo que huir. Sólo paró cuando el motor del vehículo dejó de rugir. Se apartó a un lado de la carretera, bajó del coche y decidió que seguiría caminando.