De joven yo veía los programas de Punset. Recuerdo con especial fuerza uno dedicado a las transformaciones de nuestro cuerpo merced a la tecnología y a la alteración genética. Según veía las imágenes, venían a mi memoria fragmentos de la película Gattaca o de la novela Los propios dioses, de Asimov. Aquella fue la primera vez que quise ser Gaia. Debió ser en 2010, o 2012 a los sumo; fui consciente de que el futuro del hombre trascendería nuestra propia humanidad y me dio miedo. Una humanidad no carnal, o escasamente carnal, me producía terror. Por eso quise pensar como Lovelock y fundirme en una conciencia planetaria; ser parte de un ser mucho mayor como estrategia para proteger lo que de vida natural había en mi.
Quise ser Gaia y pensé en Pandora, el planeta conectado de Avatar. Durante años busqué la forma de fundir mi conciencia con la biosfera terrestre: medité, estudié los lenguajes animales y, finalmente, me topé con la tecnología. Hoy soy inmortal, soy uno con la Tierra, pero en mi cuerpo no queda una sola célula orgánica. Soy un ciborg. Y soy Gaia.
Quise ser Gaia y pensé en Pandora, el planeta conectado de Avatar. Durante años busqué la forma de fundir mi conciencia con la biosfera terrestre: medité, estudié los lenguajes animales y, finalmente, me topé con la tecnología. Hoy soy inmortal, soy uno con la Tierra, pero en mi cuerpo no queda una sola célula orgánica. Soy un ciborg. Y soy Gaia.
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