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Mostrando entradas de febrero, 2012

Doce migas de pan...

Una marca sobre el borde la taza, doce migas de pan sobre el mantel naranja, la cucharilla ribeteada de espuma marrón reposando en el plato, el tarro de mermelada de arándanos abierto y llamando a la mosca. Ese era el paisaje que la desolación había sembrado en la cálida mañana de agosto. En realidad falta citar algo: un teléfono móvil dejado de cualquier manera sobre la mesa. Se nota que alguien lo ha tirado allí hace un momento, casi se podría decir que aún se mueve. Incluso, aún podríamos oir el eco de las últimas palabras que transmitió. El narrador ha visto en la terraza esa mesa y ha seguido con la mirada los gestos del comunicante que ahora mira al mar, reflexionando sobre sus últimos actos y en el motivo último que le ha llevado a arrojar el móvil. Mientras el narrado lo mira intrigado y piensa en las miles de razones que le podrían haber llevado a tirar el móvil. La mosca ha entrado en el tarro. http://vuelvoadesaparecer.wordpress.com/2011/06/12/rastro-de-migas-de-pan/

Escribir por defecto

Tengo un problema serio. Al menos eso dicen los demás. A mi me parece una exageración. Más que un problema, o un defecto, o un demérito, es una virtud. Es posible que esta virtud la tenga en un grado impropio, tal vez si quiere el lector, en un grado exagerado, al menos en un grado mayor que el resto de los mortales que conozco (no puedo escribir sobre los que me son desconocidos). Escribo. Escribo como habla el que sufre de verborrea, mis manos se desplazan por el teclado o por el papel, según escriba en el ordenador o a mano, con la velocidad que permiten mis ojos y la conjugación de mis extremidades y sus tendones. Y, una vez que empiezo, me cuesta acabar. Siempre encuentro una frase más, la expresión escrita de un pensamiento que debe ser reflejado en el papel. O en la pantalla. Porque hoy la pantalla es tanto como el papel. Resumiendo, que escribo por defecto... Que escribo.

El siervo de Amón

El desierto esperaba amarillo y seco su llegada. El templo quedaba atrás, junto con sus sueños de servir al Dios para el resto de sus días. Su pecado: haber descubierto la verdad. No había magia en las predicciones de los sumos sacerdotes, todo lo que decían ya estaba escrito en los pergaminos más viejos. Y, si las predicciones no eran de origen divino, tampoco las crecidas de río debían serlo. La arena quemaba sus pies; no era una hora apropiada para deambular fuera de la ciudad. Los hombres se refugiaban bajo los techos a la espera de que el sol perdiera algo de intensidad. El calor mantenía vivos sus pensamientos. ¿Cómo habían podido engañar durante tanto tiempo a tanta gente? Sólo una mezcla de poder e ignorancia lo había permitido. Cuando alguien, como él mismo, reconocía el fraude, simplemente se le expulsaba del Templo. Ahora tendría que vivir de la caridad de los campesinos, usando sus pocos conocimientos de curación y haciendo creer a todos que aún era un devoto siervo de Amón

La colección magallánica

Posiblemente la idea se fue incubando poco a poco en su cabeza. El aire cada vez estaba más contaminado, más enrarecido, cada vez era menos aire y menos respirable. Seguramente por eso no le pareció mala idea embotellar aquel aire de mar, tan fresco, tan oloroso que le regalaba la tarde de abril. Desde entonces los tarritos de aire habían ido llenado cada vez más espacio en su casa y en su vida. Y como el aire de hoy no es como el de mañana, porque las corrientes lo mueven de forma caprichosa por la atmósfera, a la etiqueta con el lugar le fue añadiendo cada vez más datos: la fecha, la hora, la dirección del viento, la velocidad, la temperatura, el grado de humedad, la altitud. Tenía aires caribeños, alpinos, magiares, esteparios, amazónicos, oceánicos, mesetarios... Una colección como ninguna. Un regalo para el futuro de la humanidad que sólo sería apreciado cuando ya no quedara un gramo de aire respirable en el mundo y los niños tuvieran que ir por la calle con escafandras. Cualquie

Un arte manual

En sus manos grandes cualquier cosa parecía pequeña. Tampoco nadie podía dejar de fijarse en ellas, desproporcionadas con el resto del cuerpo, con dedos alargados. Manos de monstruo, le decían en el colegio los otros niños. Manos de elfo o de Paganini o de violinista, le decía su madre cuando lo descubría llorando. Las palabras de su madre, su voz tranquila y de terciopelo, eran siempre el bálsamo que calmaba su desprecio al dios que le había marcado de tal forma. A veces soñaba que una máquina gigante las cortaba, y que todos lloraban menos él. Su madre intentó que tocara el violín o el piano, convencida del alma de artista de su hijo. ¿Por qué si no Dios le había dotado de tan magníficas manos? Pero ni aquellas manazas ni su oído daban la talla de las aspiraciones maternas. Tan sólo un arte encajaba en aquellas manos: el de la muerte. Los cuellos se vencían entre sus dedos con la sencillez de los tallos tiernos. Y siempre había alguien dispuesto a pagar por sus actuaciones.

El dato perentorio

–Vamos, que es para hoy. ¿No ve usted la cola tan larga que hay? – Si que hay cola, sí. Ni que esto fuera el fin del mundo. Tampoco creo haya mucha prisa, yo no los veo impacientes. Le decía que mi fecha de nacimiento es el 15 de octubre de 1967, aunque me adelanté 3 semanas. Al menos eso me contó mi madre que dijo el médico. Es posible que ese adelanto, por supuesto esto es sólo una conjetura, haya tenido que ver con la forma en la que se ha desarrollado luego mi vida. – Eso ya me lo había contado hace un rato. Además, no es esa la fecha que le he pedido. – Ya, pero es que precisamente usted debería comprender que nada es tan sencillo. Algunas cosas requieren una explicación. Desde pequeño me enseñaron que las cosas dependen siempre del color del cristal con que se miren. Y, dada la importancia del trámite, creo que debo ser especialmente exhaustivo en este caso. – Claro que el trámite es importante, pero con sus circunloquios lo único que consigue usted es retrasarlo. Y es una e