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Una vela y un mástil

Los atardeceres en las grandes ciudades se tiñen de un rojo sucio que se expande por el cielo hasta las cumbres de los rascacielos. Sólo en invierno, cuando las nubes dejan un rastro blanquecino, el rojo reverbera e incendia los escaparates de los bajos comerciales. En una tarde así, en un Madrid de enero, decidí dejarlo todo por una vela.
Soy de interior, tan de interior que no conocí el mar hasta bien entrado en la veintena. Y aquella visión no produjo en mí ninguna de las sensaciones grandiosas de las que está llena la literatura. Antes al contrario, tanto azul, tanto horizonte, produjo en mi espíritu un miedo ancestral a lo infinito, a lo inabarcable.
Vendí mi casa, logré un despido ventajoso y me mudé a un velero de 11 metros amarrado a un puerto mediterráneo: una vela y un mástil que no sabía manejar. Durante semanas mi tiempo lo ocupó el estudio de varios manuales de navegación, ninguno de los cuales era capaz de transformar las enseñanzas escritas en los automatismos que requiere la navegación de altura. Tampoco me pareció importante, presuponía la bondad de un mar que nos atrevimos a llamar nuestro y sobrevaloraba mis muy teóricas habilidades náuticas.
Salí al mar en primavera, con el firme propósito de no dejar ningún recuerdo atrás y no pisar más tierra que la de las islas que los vientos y el destino me pusieran por delante. Salí al mar como el niño que sale al mundo con fórceps, con muchos problemas en el momento, pero con toda una vida por delante.
Y hoy he cumplido dos años...

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