El descampado sonaba tal y como lo hacen dos piedras al chocar. Jugábamos a lanzar lo más lejos posible diversos pedruscos, aunque siempre ganaba el mismo. La fuerza de su brazo era incomparable a la del resto y, una vez tras otra, sus lanzamientos nos sumían en la más profunda humillación.
No lo preparamos, surgió así. Un día decidimos cambiar las reglas y dividirnos en dos equipos. Nos situaríamos a ambos lados del descampado y arrojaríamos las piedras los unos a los otros, tirando a dar. Cada uno tendría tres vidas: herido, grave y muerto. Y estaba prohibido llorar.
Como nuestro entrenamiento había consistido en lanzamientos lejanos, lográbamos pegar duro, pero casi nunca con acierto, al menos hasta que pasados unos minutos comenzamos a acercarnos más a los objetivos. Y él era nuestro objetivo prioritario. La primera pedrada le dio en la rodilla, la segunda, casi inmediata, impactó en su pecho, y la tercera le acertó en medio del cráneo, cuando se agachaba por el dolor de las anteriores. Ciertamente no lloró, aunque la sangre brotaba a ruidosos borbotones. Tampoco lo hizo al borde de perder el conocimiento. En realidad, lloramos los demás, un poco por el miedo de verlo caído en un charco granate, y otro poco por el arrepentimiento de haber querido vengar las derrotas pasadas. Afortunadamente, aquello no pasó del susto, pero nosotros cambiamos para siempre, y en aquel descampado nuestras voces ya nunca sonaron igual. Y las piedras volvieron a chocar sólo con piedras.
No lo preparamos, surgió así. Un día decidimos cambiar las reglas y dividirnos en dos equipos. Nos situaríamos a ambos lados del descampado y arrojaríamos las piedras los unos a los otros, tirando a dar. Cada uno tendría tres vidas: herido, grave y muerto. Y estaba prohibido llorar.
Como nuestro entrenamiento había consistido en lanzamientos lejanos, lográbamos pegar duro, pero casi nunca con acierto, al menos hasta que pasados unos minutos comenzamos a acercarnos más a los objetivos. Y él era nuestro objetivo prioritario. La primera pedrada le dio en la rodilla, la segunda, casi inmediata, impactó en su pecho, y la tercera le acertó en medio del cráneo, cuando se agachaba por el dolor de las anteriores. Ciertamente no lloró, aunque la sangre brotaba a ruidosos borbotones. Tampoco lo hizo al borde de perder el conocimiento. En realidad, lloramos los demás, un poco por el miedo de verlo caído en un charco granate, y otro poco por el arrepentimiento de haber querido vengar las derrotas pasadas. Afortunadamente, aquello no pasó del susto, pero nosotros cambiamos para siempre, y en aquel descampado nuestras voces ya nunca sonaron igual. Y las piedras volvieron a chocar sólo con piedras.
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