La primera vez que oyó hablar de ella, pensó que estaría bien publicar en esa revista. Cuando leyó los primeros números, el pensamiento se transformó en deseo. Y, con el paso de las horas, el deseo terminó mutando a obsesión. Primero escribió decenas de mails a un tal Casciari, el editor. Luego comenzó a autocitarse en los comentarios de los artículos más leídos. Y, en un arrebato de desesperación, llegó a inventar una enfermedad terminal para dar lástima y que alguno de sus relatos llegara por fin a adornarse con la mención en aquellas páginas sagradas.
Pero nada funcionó.
Tras meses de infructuosa dedicación tuvo una idea, la idea. Escribió un cuento, uno de esos que no tenían más de 15 líneas, lo tituló @Orsai y esperó.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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