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En mitad de un cortafuegos

El pelo ya ni siquiera ralea: se cae. Ves como el tiempo se acelera ante tus ojos y alrededor de ellos. Cada mañana ante el espejo asistes a un ejercicio de autoflagelación visual: aumentan la papada, las bolsas bajo los ojos, la tripa y la desesperación de saberse cada día un poco más viejo. Entonces entra la prisa. Hay que hacer todo aquello que se quiere hacer, y hacerlo cuanto antes, y porque es mejor hacerlo con pelo que sin él. Evidentemente, éste no es el mejor argumento, por eso todo se termina torciendo.
Cambias de coche, de mujer, de aficiones y comienzas a correr. Porque correr es barato, lo puede hacer cualquiera y no necesita un horario específico. Así te sientes más joven. Lo que nadie te cuenta, lo que ni siquiera imaginas, es que terminarás a la mitad de un cortafuegos en el Calar Alto escarpado de 3 kilómetros, hundido, sin un gramo de fuerza ni de autoestima, esperando que una ambulancia todoterreno te saque de allí, o que un milagro en forma de bebida isotónica te devuelva de pronto la fortaleza de los 15 años. Pero eso no pasará; lo sabes porque tienes más de 40 y ya no crees en milagros ni en cuentos de hadas.

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