El niño está escalando con dificultad la gruesa escultura. Una señora rotunda, de las de antes. De aquellas que por embravecerse se levantaban la pechera. Tal vez también para parecer más altas. Una Carmen como las de antaño: generosa de carnes y genio. Al niño le da igual, porque no entiende que una mujer así no le dejaría nunca encaramase de esa forma. Ella lo prendería en brazos y lo estrecharía hasta el extremo de la asfixia. O lo despotricaría, mandándolo a dar por saco a su madre.
Seguramente, el escultor pasó algunos de los peores momentos de su vida con ella, pidiéndole que no se moviera, rogándole que frenara sus ímpetus de hacer algo, cualquier cosa que no fuera posar y estarse quieta. Y seguramente, también, luego añoró tenerla delante, con toda su contundencia y humanidad, recordándole como eran las Cármenes de otro tiempo, esas a las que tanto se pareció su abuela.
Seguramente, el escultor pasó algunos de los peores momentos de su vida con ella, pidiéndole que no se moviera, rogándole que frenara sus ímpetus de hacer algo, cualquier cosa que no fuera posar y estarse quieta. Y seguramente, también, luego añoró tenerla delante, con toda su contundencia y humanidad, recordándole como eran las Cármenes de otro tiempo, esas a las que tanto se pareció su abuela.
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