Le pareció que había dormido demasiado. No recordaba el momento en el que había cerrado los ojos y cualquier recuerdo le resultaba demasiado lejano. Esa fue la primera fuente de extrañeza. La segunda provino del lugar. A poco de abrir los ojos pudo darse cuenta de que descansaba en un espacio estrecho pero enormemente apolillado. Con apenas un gesto pudo desencajar lo que quedaba del féretro y así ganar algo más de espacio. La tercera fue no necesitar respirar. Añoraba la vieja sensación del aire atravesando sus fosas nasales, resbalando hacia dentro de su cuerpo. Después de eso, dejo de extrañarse.
Salió del mausoleo con menos trabajo del supuesto. La verja estaba desvencijada y era obvio que el mantenimiento de la tumba se había suspendido hacía años. Luego encaminó sus pasos hacia la calle, atravesando el camposanto que una vez inauguró bajo palio, y al que había entregado muchos de sus más secretos inquilinos. Pudo notar las miradas de los pocos visitantes, pero no descubrió en ellas ni el miedo ni la admiración que estaba acostumbrado a recibir. Luego avanzó por las avenidas luminosas de la ciudad, todas cambiadas de nombre, en dirección al palacio del gobierno. A su paso por la plaza en la que presidió incontables desfiles del día de la patria, se sorprendió por un escaparate en el que una pared de extraños televisores reproducían una misma imagen. A punto estuvo de sufrir un vahído a causa de tanta repetición. Entró en aquella tienda de electrodomésticos y se plantó delante del muro de pantallas. Desde ellas, alguien contaba las aventuras de un león africano expulsado de su grupo. Quedó atrapado por la extraña sensación de realismo, tan alejada de sus recuerdos de una televisión en blanco y negro, y ajeno a las crecientes miradas de reproche de los empleados del establecimiento. Tras el documental, las pantallas comenzaron a replicar el telediario. Hablaban de naciones que no conocía, de políticos a los que no supo despreciar y de un país, que era el suyo, pero que sólo mantenía intacto el nombre y los colores de la bandera.
Para cuando el jefe de tienda decidió echarlo del local, ya había tomado plena conciencia de la realidad y pudo espetarle al payaso que le empujaba hacia la puerta lo único que ocupaba su mente en ese momento:
– Pero... ¡Qué carajo hicieron con mi país!
Salió del mausoleo con menos trabajo del supuesto. La verja estaba desvencijada y era obvio que el mantenimiento de la tumba se había suspendido hacía años. Luego encaminó sus pasos hacia la calle, atravesando el camposanto que una vez inauguró bajo palio, y al que había entregado muchos de sus más secretos inquilinos. Pudo notar las miradas de los pocos visitantes, pero no descubrió en ellas ni el miedo ni la admiración que estaba acostumbrado a recibir. Luego avanzó por las avenidas luminosas de la ciudad, todas cambiadas de nombre, en dirección al palacio del gobierno. A su paso por la plaza en la que presidió incontables desfiles del día de la patria, se sorprendió por un escaparate en el que una pared de extraños televisores reproducían una misma imagen. A punto estuvo de sufrir un vahído a causa de tanta repetición. Entró en aquella tienda de electrodomésticos y se plantó delante del muro de pantallas. Desde ellas, alguien contaba las aventuras de un león africano expulsado de su grupo. Quedó atrapado por la extraña sensación de realismo, tan alejada de sus recuerdos de una televisión en blanco y negro, y ajeno a las crecientes miradas de reproche de los empleados del establecimiento. Tras el documental, las pantallas comenzaron a replicar el telediario. Hablaban de naciones que no conocía, de políticos a los que no supo despreciar y de un país, que era el suyo, pero que sólo mantenía intacto el nombre y los colores de la bandera.
Para cuando el jefe de tienda decidió echarlo del local, ya había tomado plena conciencia de la realidad y pudo espetarle al payaso que le empujaba hacia la puerta lo único que ocupaba su mente en ese momento:
– Pero... ¡Qué carajo hicieron con mi país!
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