Miente. Sus ojos esquivan la mirada de ella, que se vuelve llorosa por momentos. El plato es el refugio de sus palabras falsas. Ella se da cuenta: los cubiertos se le han vuelto pesadas barras de metal y debe dejarlos en la mesa. Las manos se buscan una a otra, y acuden a tapar las lágrimas incipientes. Finalmente, sujetan su cabeza.
Él está libre. Ella ya no le mira y puede dejar de esconderse. Le habla, le toca el pelo que cae sobre su frente y acaricia su mano. Una mano que se estremece al sentirse tocada. Pero sabe que esa caricia ya no es como las demás, es un gesto de lástima, es un lametón de consuelo; ya nunca más será la pasión la que guíen sus dedos hacia ella. Bajo la voz de él ya no hay más que mentiras y una amarga sensación de abandono.
Como un resorte, ella se levanta y le grita que se valla. El restaurante en pleno se silencia mientras él abandona la sala con menos dignidad que prisa. Ella se vuelve a sentar y retoma la ardua tarea de comer unos pocos bocados mezclados con rímel.
Él está libre. Ella ya no le mira y puede dejar de esconderse. Le habla, le toca el pelo que cae sobre su frente y acaricia su mano. Una mano que se estremece al sentirse tocada. Pero sabe que esa caricia ya no es como las demás, es un gesto de lástima, es un lametón de consuelo; ya nunca más será la pasión la que guíen sus dedos hacia ella. Bajo la voz de él ya no hay más que mentiras y una amarga sensación de abandono.
Como un resorte, ella se levanta y le grita que se valla. El restaurante en pleno se silencia mientras él abandona la sala con menos dignidad que prisa. Ella se vuelve a sentar y retoma la ardua tarea de comer unos pocos bocados mezclados con rímel.
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