El perro era enorme. El lomo negro brillaba con los rayos del sol de medio día. Correteaba por el jardín saltando los macizos de flores, mientras doña Gertrudis aterrada dudaba entre gritar o correr. O directamente gritar corriendo. La duda la tenía paralizada.
Afortunadamente llegó el vecino, el dueño de aquel ser del Averno que estaba arruinando sus parterres. Bastó una orden seca para que el animal se frenara.
El vecino le puso el collar y salió del jardín pidiendo disculpas y mascullando improperios al can. Doña Gertrudis les gritaba con toda la rabia que el terror había atascado en su laringe. Y, mientras se alejaban con la cabeza gacha el uno, y el rabo entre las piernas el otro, la señora pensó en el buen servicio que podría proporcionarle tan estupendo semental.
Afortunadamente llegó el vecino, el dueño de aquel ser del Averno que estaba arruinando sus parterres. Bastó una orden seca para que el animal se frenara.
El vecino le puso el collar y salió del jardín pidiendo disculpas y mascullando improperios al can. Doña Gertrudis les gritaba con toda la rabia que el terror había atascado en su laringe. Y, mientras se alejaban con la cabeza gacha el uno, y el rabo entre las piernas el otro, la señora pensó en el buen servicio que podría proporcionarle tan estupendo semental.
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