La primera sensación del nuevo día fue la de tener algo pastoso y ácido en la boca. Inmediatamente reparó en el cerebro, intentando mantenerse a flote en medio de la tormenta. Inequívocamente se trataba de una buena resaca (y esta vez sin metáforas marineras). Así que abrió los ojos temiéndose lo peor. Y lo peor tomó forma de habitación ajena, de cama ajena, de una piel ajena junto a la suya.
Intentó recordar cómo llegó a parar ahí, de qué modo —entre copa y copa— se olvidó de su matrimonio, de sus hijos, de su buena reputación y acabó en los brazos de una desconocida con la espalda tan… ¿peluda?
Se dispararon todas las alarmas de su cerebro y, de golpe y porrazo, las últimas horas pasaron frente a sus ojos. ¿Qué le diría a él cuándo despertara? ¿Y a su mujer? ¿Y a la mujer de él?
Respiró profundamente en esa soleada mañana del primero de enero. Muy profundamente. Pensó «Bueno, año nuevo: vida nueva» y se dejó llevar de nuevo por el más plácido de los sueños.
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