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La muerte de Torquemada

La mañana es fría en Ávila, preludio de un invierno que se acerca desde el Norte. Alguien llama insistentemente a la puerta. El monje encargado de la entrada recibe un mensaje escrito. Mientras avanza por los pasillos del palacio no puede evitar leer el contenido del mensaje: se persigna y sigue su camino a la carrera.
A los pocos minutos está franqueando el paso al desconocido, un ser de elevada estatura que viste algo anticuado y se mueve con demasiada parsimonia a su espalda. Fray Tomás está esperándolo sentado en una simple silla de enea.
– ¿Decís que tenéis noticias del futuro? ¿Acaso sois brujo, o simplemente estúpido?
– Ni lo uno, ni lo otro, señor. Digamos que soy un viajero que hoy, 15 de septiembre de 1498, os viene a anunciar dos sucesos de importancia mayúscula. Sabed que el papa de Roma, a principios del siglo XXI pedirá perdón por los excesos de vuestra Inquisición.
– Comprended que a mis años no me sorprenda en exceso por nada, los reos han revelado cosas mucho más increíbles que ésta. Nadie en su sano juicio podría pedir perdón por la búsqueda de la verdad y el castigo de los infieles.
– La segunda es que mañana morireis.
– Es posible, pero vos no pasareis de esta noche.
– Antes, tome estos documentos. Le parecerán extraños, pues son del lugar que yo provengo: Madrid, pero el Madrid del año de 2007.
El viejo fraile toma entre sus manos lo que parece un libro que abre por la página señalada. Allí lee sobre él, sobre su nacimiento y su lucha, una lucha que es descrita con palabras despectivas. El otro documento son hojas de gran tamaño y muy finas, en las que con grandes letras se puede leer "Juan Pablo II pide perdón por la Inquisición y otros errores del pasado" o "El Papa se arrepiente". Cuando levanta la vista, el extraño ha desaparecido.
El resto del día lo pasa el viejo fraile encerrado en su aposento, leyendo y observando aquellos escritos. De alguna manera siente que es verdad, aunque su mente prefiere pensar que todo ha sido una jugada del maligno. Ya de madrugada, tira los papeles a la chimenea y observa como el fuego los convierte en cenizas. Luego toma el ceñidor de su hábito y lo pasa por encima de una viga.
La historia recordará la fecha de su muerte pero nadie, fuera de sus servidores, sabrá jamás la forma.

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