Había comenzado su peregrinación dos semanas antes y aún no había salido de los dominios de su rey. Le daba miedo la inmensidad de la distancia, mucho más que los peligros del camino, enormes, en una Europa incendiada por las tropas de Napoleón.
A lo largo de las jornadas previas había estado tomando notas de los paisajes y de las gentes que se encontraba. También esbozó en sus cuadernos de notas la pobreza, el frío, el hambre y la desesperación.
Su destino era la tumba del apóstol, en España, pero apenas llegó a Viena decidió que no podía seguir; su alma sufría a cada paso. Y allí, en aquella ciudad, pasó el resto de su vida dando forma de partitura a los males de la humanidad. Una gigantesca sinfonía dedicada a los cuatro jinetes del Apocalipsis, tan terrible, tan descriptiva, que a su muerte, los próceres de la Iglesia decidieron reducirla a cenizas para proteger a la humanidad.
A lo largo de las jornadas previas había estado tomando notas de los paisajes y de las gentes que se encontraba. También esbozó en sus cuadernos de notas la pobreza, el frío, el hambre y la desesperación.
Su destino era la tumba del apóstol, en España, pero apenas llegó a Viena decidió que no podía seguir; su alma sufría a cada paso. Y allí, en aquella ciudad, pasó el resto de su vida dando forma de partitura a los males de la humanidad. Una gigantesca sinfonía dedicada a los cuatro jinetes del Apocalipsis, tan terrible, tan descriptiva, que a su muerte, los próceres de la Iglesia decidieron reducirla a cenizas para proteger a la humanidad.
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