Arrugado como su perro, así se veía a través del espejo. Ese mentiroso compulsivo que era su otro yo había estado intentando ocultar el paso del tiempo. Pero el acartonamiento de la piel, la caída de los pliegues y las bolsas bajos los ojos ya no se podían cincelar con las escusas de siempre: falta de sueño, cansancio ocasional o demasiadas juergas. Sobre todo porque hacía tiempo que ya no había juergas, ni trabajo ni razones para no dormir.
Una vez más, retiró el rostro de ese maldito chivato y le preguntó a su otro yo, que le dijo que estuviera tranquilo, que eso apenas eran unas arrugas de expresión. Él, como siempre, le creyó. Y salió a pasear el perro como todas las mañanas desde que se jubiló.
Una vez más, retiró el rostro de ese maldito chivato y le preguntó a su otro yo, que le dijo que estuviera tranquilo, que eso apenas eran unas arrugas de expresión. Él, como siempre, le creyó. Y salió a pasear el perro como todas las mañanas desde que se jubiló.
Comentarios
Muy acertado...
Un saludo.
:-)