Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de diciembre, 2007

Silencio, se rueda

El director tenía en la cabeza cada una de las escenas, incluso cada uno de los gestos que deseaba arrancar de sus actores. Pero ellos querían improvisar. Querían dejar constancia de su talento interpretativo. El director se desesperaba una toma tras otra. El cámara comenzaba a odiar esa escena eterna de la película. Y el productor ejecutivo veía pasar las horas y los metros de cinta sin resultado. Al final del día se tomó la decisión de dar por bueno lo grabado y ajustar en el montaje: tantas tomas darían para algo. Pero el día del estreno aquella escena no estaba en el metraje. Y el director achacó el fracaso a esa falta, a esos actores y a ese productor. Quiso volver a rodar la película con otros actores, con otro equipo, pero no encontraba a nadie que quisiera financiar una reedición de un fracaso de taquilla, al menos tan pronto. Hoy, el director se gana la vida rodando vídeos musicales para grupos de poca monta, en los que una y otra vez reproduce las imágenes de aquel viejo guió

A Europa se llega de muchas formas

La patera no era una opción: demasiados riesgos. Eso sin contar la travesía del Sahara a pié, o el endeudamiento con las mafias de la emigración. Así que pensó en otras opciones. Lo intentó por avión, pero no pudo ni comprar el billete. Luego, gracias al amigo de un primo, se enroló como marinero en un crucero de bandera panameña que recorría todo el Mediterráneo. Pudo bajar a tierra en Barcelona, pero cuando llegó la hora de zarpar estaba como uno más en su puesto: demasiadas propinas, demasiadas mujeres insatisfechas. Lo del crucero duró hasta que el armador decidió retirar el barco y devolver a sus empleados la libertad de la desocupación. Pero para entonces Saulo tenía suficiente dinero como para viajar a Europa en avión. En lugar de eso, compró un viejo local desvencijado, una antena parabólica, una televisión de pantalla plana y un cartel que rezaba "La otra Europa" . Hoy es el lugar de reunión predilecto de los europeos destinados en las diversas ONG que orbitan por su

La fan

Primero le pareció una fan más, una joven gritona y absolutamente entregada a sus canciones. Más tarde, cuando se le puso a tiro, la consideró como una buena opción para calmar su sed de amores nocturnos. Pero llegó el momento en que comenzó a considerarla un estorbo, una molestia de la que cada vez costaba más deshacerse tras un concierto. Para entonces ella no podía vivir sin él, lo consideraba una extensión más de su propio cuerpo, una extensión que tenía que obedecer las órdenes de su mente, como sus brazos o sus piernas. Hace ya tiempo que la policía ha dejado de buscarle, y él ha perdido la esperanza de recuperar su vida. Tal vez por eso, cada noche repite su concierto solo para ella, aunque sigue unido a la pared por un grillete que ha llegado a considerar como una extensión más de su propio cuerpo.

El regalo de cumpleaños

Como cada año desde hacía más tiempo del que le gustaba recordar, a eso de las seis de la tarde, comenzaban a llegar sus amigos. Al principio venían solos, pero según cambiaron sus vidas, comenzaron a venir con novias, novios e hijos. Alrededor de la misma mesa baldada se contaban en resumen los 12 meses anteriores y se dejaban arrastrar por los recuerdos comunes, cada vez más adornados por los desbarres de la imaginación. El motivo era su cumpleaños, un día de fiesta en medio de la Navidad, una tarde de pesada digestión en la que todos encontraban un hueco para pasar por su casa y tomarse un trozo de tarta infantil con él. Hacía tiempo que aquel acto se había convertido en rutina para todos y también hacía tiempo que David había entendido que ese era el mejor regalo de cumpleaños que nunca nadie le haría.

El hombre que mira al hombre que mira a la mujer que llora

El individuo A ha cruzado su mirada con la mujer. Se ha dado cuenta que está llorando. El hombre ha vuelto una segunda vez sus ojos hacia ella, seguro que se está preguntando qué le pasa. Está en la puerta de correos, lleva una carta certificada en la mano y sus rasgos la delatan como eslava. El hombre piensa que ha recibido malas noticias; por ejemplo, que su solicitud de residencia ha sido rechazada. El individuo B mira la escena desde la plazoleta de enfrente. Tiene la edad adecuada para ser un experto en observar a otros, y cree haber adivinado un ligero gesto de lástima en los ojos del individuo A. B sabe leer los ojos y sabe que por ser Navidad las personas nos volvemos más sentimentales. Piensa que probablemente A cree que la joven ha recibido una mala noticia. El individuo B, mira hacia la ventana y comienza a pensar que hay alguien jugando a saber qué piensa.

Que paren el mundo que me quiero bajar

"Que paren el mundo que me quiero bajar" ¿A quién se le ocurriría semejante memez? Bajarse del mundo es claudicar, rendirse, abdicar de la posibilidad de cambiarlo. Abandonar el mundo es de cobardes, de pasajeros medrosos que le temen al cambio. Yo quiero quedarme en este mundo, quiero poder navegar sobre una tabla de deseos y planear por entre mis sueños eligiendo al azar una nube para reposar. Yo quiero cambiar esas cosas que no me gustan del mundo, por mucho que parezca imposible que simples hormiga como tú o yo tenga la más mínima posibilidad de hacerlo. Quiero que el mundo siga dando vueltas y quiero poder seguir encima mientras lo hace. Y tú deberías hacer igual. Hazme caso: no saltes.

Rastros de melancolía

Casi todo el mundo comentaba su belleza, su mirada lánguida, la gracia de sus movimientos al pasear por la alfombra roja camino del Kodak Theatre. Al día siguiente en los programas de televisión de todo el mundo se estudiarían cada una de sus miradas, cada una de sus caídas de ojos, las arrugas de su vestido, o de los alrededores de sus ojos. En las portadas de los diarios de todo el planeta aparecería su rostro radiante al recoger la estatuilla. Pero lo único que nadie diría es que, a su paso, iba dejando un rastro de melancolía casi tan grande como el de ojos admirados que se volvían a mirarla.

200

Nunca se había propuesto llegar tan lejos. Su experimento sobre una sustancia que evitara o retrasara la muerte celular había logrado llegar hasta quintuplicar la vida de una ameba. Pero, entonces, se acabaron los recursos financieros para el estudio y se vio obligado a dejarlo. Pero antes de abandonar el laboratorio quiso llegar lo más lejos posible en las investigaciones iniciadas. Le animaba la esperanza de recuperar las subvenciones y ganar si acaso un premio Nobel. Así que hizo lo que nunca debe hacer un científico que le tenga aprecio a su vida: probó la sustancia en si mismo. No logró nada de lo previsto: ni recuperar los fondos, ni el premio Nóbel. Pero le daba igual, acababa de tirar a la basura el almanaque número 200 después del experimento.

Volver a casa por Navidad

Dos semanas comprando regalos, decenas de llamadas a los amigos de la infancia, 400 kilómetros y cuatro horas y media de viaje. Todo por volver al hogar por Navidad. Todo por volver a probar los calamares rellenos de mi madre una Noche Buena más.

Cuestión de hormonas

Con 15 años todo se intensifica: los sentimientos, los sentidos, los temores y, sobre todo, los amores. Afortunadamente todos estos síntomas suelen pasarse con la edad. No obstante, hay personas que a causa de un desarreglo hormonal muy poco frecuente se pasan la vida siendo unos adolescentes: sufriendo intensamente por cuanto sucede a su alrededor. En cuanto la vi, supe que era una de estas personas. Fue, a medias, una broma del destino y una corazonada, pues hacía pocos días que había leído en Internet sobre esta dolencia, mientras me documentaba para un estudio sobre la incidencia de la malaria en el mundo desarrollado. Su frente salpicada de barrillos irredentos, su forma de mirar, su poesía entrecortada. Incluso, su enfado desproporcionado con los organizadores del evento. Supe de inmediato que era una mujer a evitar, que sólo traería más caos a mi vida, ya de por sí tremendamente caótica. Pero, de la misma forma que ella no podía controlar sus hormonas, yo soy incapaz de refrena

Hurgando en el alma

A veces los humanos nos enfrascamos en manías incontrolables, en gestos que no somos capaces de evitar y que nos hacen vulnerables a los demás, pues nos dejan en evidencia y nos muestran débiles y hasta ridículos ante el mundo. Yo hace días que vengo sufriendo una, aunque no se trata de un movimiento físico. Ojalá fuera eso. He notado que, cada vez con mayor frecuencia, me pongo a hurgar en mi alma. Sé que suena raro, y hasta increíble, pero lo cierto es que desde que descubrí que la tengo, no puedo dejar de meter el dedo en ella y remover. Y, para colmo, lo que me produce más placer es rascar los residuos del fondo, los que están pegados a las paredes. Y cuando lo hago, el humor se me transforma y me vuelvo un ser arisco e irritable. No sé que hacer para deshacerme de esta funesta manía. Sobre todo porque el otro día, no sé en que zona rasqué, que sentí morir, y he cogido miedo. ¿No habría algún sistema para cambiar este tic por otro más sencillo como el de comerse las uñas?

La pantomima

– Y, entonces, ¿por qué está usted aquí? No lo entiendo. – Ganas de molestar, para serle sincero. – Sinceramente, no le comprendo. – Verá, cuando me presenté a este puesto yo ya daba por hecho que tenía dueño. Y ahora mismo ya sé quien es el dueño. – Pero, sería estúpido contratar a una empresa como la nuestra y hacernos perder el tiempo en esta pantomima... Es dinero... – Depende... Lo que han contratado no es una selección de personal, sino una cortina de humo. – Si eso es así, ¿qué hace usted aquí? Es absurdo. – La idea es dejar el proceso en evidencia. – Pero, para eso, debería usted pasar esta primera criba. – ¿Y por qué cree usted que le he contado todo esto?

La liberación

Aún le dolía el ojo, que se había amoratado de manera alarmante y con el que apenas podía ver. Como de costumbre, después de la paliza él le había pedido perdón y le había prometido que no lo volvería a hacer. Como de costumbre, tras autoperdonarse, se había tumbado en el sofá. Ella había quedado en la cocina, dolorida y aterrorizada. Supo que sólo tenía dos opciones: estar huyendo siempre o enfrentarse a sus miedos. Optó por lo segundo. Cogió el cuchillo con el que había estado cortando la carne y se dirigió al salón. Midió con delicadeza el punto exacto y con un golpe seco le atravesó el corazón. Luego lo arrastró al suelo, tiró una lámpara, se golpeó con una de las sillas y salió gritando de la casa.

La huída

Supo que volvería a suceder nada más mirar sus ojos. Otra vez vio en ellos el vacío de la locura, el rojo intenso de la ira. Y pensó que sólo tenía dos opciones: escapar para siempre o volver al círculo vicioso en el que se había convertido su relación. Y decidió huir para siempre. Antes de que él pudiera acercarse abrió la puerta del balcón y saltó. Abajo quedó su cuerpo, ya libre. Y arriba, incrédulo, quedó él sabiéndose culpable.

Adán y Eva, 2007

Adán era el hombre perfecto. La envidia de las amigas de su esposa, el padre ideal, el mejor profesional en su campo. Eva era su pasión más intensa, era la razón por la que su perfección alcanzaba cada día cotas más elevadas. Eva era la razón por la que la ternura con sus hijos rozaba la obsesión y la verdadera causa de las enormes atenciones que dedicaba a su esposa. Adán era perfecto y Eva, algo más que su secretaria.

La rutina de K.

K. despierta todos los días a las 6.45. Trabaja de 8 a 17. Se pasa por el supermercado de vuelta del trabajo a casa. Ayuda a su mujer con la cena y los niños.Comprueba el despertador y se acuesta a las 23. Los fines de semana coincide con ella normalmente en la puerta del ascensor y la repulsión que le invade le despierta del letargo de la rutina semanal. Le hieren la viveza de sus ojos a pesar de que las arrugas hayan deformado su rostro, su afable sonrisa y la lentitud de sus gestos amables hacia los vecinos. Mientras le preguntaba por sus hijos y le aconsejaba que tal vez debiera cambiar de trabajo ahora que aún estaba a tiempo porque la vida pasa en un suspiro y solo se vive una vez, K. casi instintivamente pulsa el botón de stop, arroja el contenido de la bolsa del Mercadona para usarla como arma homicida y siente una extraña liberación que empezará a atormentarlo cada vez que se sube en un ascensor o ve una bolsa del Mercadona.

Paraisos de papel

Recortaba durante todo el día. No hacía otra cosa que recortar un papel tras otro, fabricando una inconmensurable cantidad de tiras uniformes: prácticamente iguales las unas a las otras. Usaba unas tijeras de puntas redondeadas, demasiado pequeñas para sus enormes manos, pero manejadas con la precisión de un cirujano: tiras y más tiras uniformes. Ya nadie le interrogaba por la naturaleza de su obsesión, ni los médicos, ni los demás internos. Simplemente le dejaban seguir con su infinita obra. Sólo él, en su loca cordura, veía en cada una de esas miles de tiras un pequeño trozo del paraíso, un paraíso fabricado a base de nubes de papel: millones y millones de tiras uniformes de papel.

Sonrisa muerta

Sonreía el número de segundos que establecía el manual de procedimientos. Mecánicamente preguntaba la comanda que luego tecleaba ágilmente en la registradora. Con una nueva sonrisa cronometrada pedía el pago del servicio y te daba la vuelta en unas monedas que, provenientes de sus blancas manos, parecían más vivas que ella. Un cliente tras otro, la cola avanzaba, acercándome más y más a la chica de la sonrisa muerta. Cuando por fin fue mi turno e inició la salmodia de salutación reglamentada por la empresa, la corté: – Mi reino por una sonrisa tuya de las de verdad. Me miró sorprendida, incrédula. Supongo que le pasó por la cabeza que yo era alguna especie de loco peligroso. Pero, finalmente, sus labios se abrieron levemente y la línea que formaban se curvó señalando hacia unos ojos que sonreían también. Repitió el saludo y me preguntó por mi pedido. No podía desaprovechar la ocasión: "estoy servido", le dije. Y abandoné la cola imaginando su cara de sorpresa.

El último gol

Imaginé la jugada antes de que sucediera. En una especie de flashback hacia delante. Vi el saque de esquina, el balón viniendo hacia el borde del área, a la altura del punto de penalti. Me vi pegandole de volea, con el cuerpo inclinado hacia la izquierda, apenas apoyado con un solo pié. Vi el balón entrando por la escuadra, limpiamente, fuera del alcance del portero. Y resultó tal cual. Por eso lo celebré como un loco, porque había sido el gol de mis sueños y había salido como en mis sueños. Poco me importaba entonces que no sirviera para ganar el partido ni tampoco para salvarnos del descenso. Fue mi obra maestra, mi última obra maestra en competición.

EL INSTANTE PULITZER

¡Ahí viene! ¡ahí viene! No sé qué demonios estoy haciendo… tengo un tanque en mis propias narices viniendo hacia mi y estoy aquí plantado, sin moverme, casi sin respirar… pero no me muevo. Tiene que ser el miedo ¡joder, me he quedado paralizado de miedo! Vaya forma estúpida de morir… en medio de la calle, con las bolsas de la compra y atropellado por un tanque. Espera, espera, espera… no es miedo… no, quizá ni me he dado cuenta pero lo que estoy haciendo lo estoy haciendo porque quiero. Sí, al menos mi subconsciente ha dicho basta. Estos tipos siempre nos dicen cuál debe ser nuestro camino… y si no lo tomamos nos aplastan ¡pues que me aplasten, se acabó! Mierda… y si el tipo que va ahí dentro no percibe mi rebelde dignidad. Al final me espachurrará, seguro. Lo mismo no tiene ni el carné de conducir… no sé yo… mejor me voy quitando porque me está retumbando todo y el bicho ese es gordo de verdad… ¿Eh? ¡leches! ¡Se está parando! ¡se está parando! ¡lo he hecho! ¡lo he conseguido! Ejem… es