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Mostrando entradas de abril, 2007

Mundos virtuales

Avanzaba por la desvencijada habitación; despacio, alumbrándose con una linterna a la que las pilas se le estaban agotando. El suelo de madera crujía a cada paso, a pesar del cuidado que ponía para moverse en absoluto silencio y podía sentir el aire lúgubre que se colaba por las ventanas sin cristales. Llevaba horas moviéndose por el pueblo abandonado. A pesar de que sabía de las trampas y de los enemigos que le acechaban quiso entrar allí. Necesitaba probarse a si mismo. Las manos le sudaban y el corazón estaba a punto de fundirse por el esfuerzo. Y, para colmo, necesitaba unas pilas nuevas para mantener al menos un cono de luz en medio de la oscuridad casi absoluta. Un crujido a su espalda le hizo volverse. Descargó el cargador. La sangre salpicó por todas partes. Pero era la suya. Tras el primer enemigo se escondía un segundo, que fue el que le abrió el estómago de un zarpazo. Ya sólo le quedaba una opción. Si no lo hacía estaría muerto y nada de lo sufrido hasta el momento habría t

La cancion del mariachi

El mariachi, como en las películas, canta junto a la mesa: Amor, si me das tu valor, si me atrevo a quererte, mi sol, te voy a idolatrar. Ana juguetea con la copa de vino entre sus dedos y parece creerse la letra. El amor es sólo química, lo sabe. Se ha prometido una y mil veces que no se dejará nunca llevar por los sentimientos, y menos por ese. Amor. Contigo voy a soñar con querubes, contigo voy a pasear por las nubes, contigo voy a pasear en las nubes, contigo voya a pasear en las nubes... Piensa que debe decirle que le quiere. Que es una estupidez. Pero es necesaria. El vino, el mariachi, la canción. Le mira a los ojos y se lo dice. A él le ha gustado oirlo. Ha visto en sus pupilas que tiene planes. Y piensa que se ha equivocado, que nunca más lo volverá a repetir.

Espero la aurora

Espero la aurora del nuevo día impaciente. Madrugada sudan mis ojos trasnochados. Madrugada y tiempo. Espero por verte. Por recortar tu silueta con ávidas manos, con sedientos besos. Las horas dilapidan minutos en el reloj del fondo. La habitación a oscuras te reza: Diosa de las sábanas y de los sueños. Espero por romper el silencio de los días, la aspereza de las noches sin el calor de un alma, el silencio de las pasadas horas no vividas. Llegas como el alba al desierto crudo, deseada y temida al tiempo. Gloriosa. Madrugada y miedo. La bala de tu nombre rasga el éter transparente. Te nombro y ya no existes. Desespero. Se ahoga la luna en las luces del amanecer. Reviven las flores de noche calladas, y mi espera se estira, maleable y silenciosa. Llegas pero escapas. Presencia inmaterial, que vengas la ofensa de Dido en mi pecho. Madrugada y tiempo.

Incertidumbre

En el rincón oscuro se agazapaba, como tantas otras veces. Mientras, el niño contaba torpemente hasta diez. Como siempre, se había vuelto a saltar el dos. Jaime le tenía manía a ese número, tendía a olvidarlo. – ... ¡Diez! ¡Papá, voy a buscarte! El dolor en el brazo se intensificó. Se dio cuenta de que era el corazón y pensó en salir de su escondite. Aunque lo pensó mejor, de todas formas Jaime no tardaría mucho en encontrarle.

Un trozo de mar

Sacó del bolsillo la tarjeta de visita. Garabateó sobre ella con un pulso que antes fue firme el número de teléfono y se la dio a la joven. Luego se fue. Ella no sabía si reírse de aquel pobre hombre, o si sentirse orgullosa del enorme poder de su belleza. Pensó en tirar la tarjeta, pero la guardó en el minúsculo bolso que llevaba en la mano. Dos días después, le llamó. Era viejo, pero antes de darle la tarjeta le había dicho "me ha parecido ver en tus ojos un trozo de mar".

Sobre sus hombros

Eras enteras estuvo Atlas soportando sobre sus espaldas todo el peso del mundo. Nunca en esa eternidad Atlas se quejó: al fin y al cabo los dioses están hechos de otra pasta. Sin embargo, por un instante que bien pudo ser infinito, Atlas flaqueó. Se sintió tan viejo y cansado como puede sentirse un dios. Y decidió dejar de cargar con el planeta azul. No hubo desastres, ni uno. La Tierra permaneció justo dónde debía estar. En un equilibrio invisible, imposible, el planeta se mecía en las corrientes gravitatorias midiéndole la distancia a todos los otros cuerpos celestes. Y así fue como la Física y el resto de las leyes de los hombres mataron uno a uno a todos los dioses del Olimpo.

Odiseo

A ratos pensaba en rendirse, en dejar el viaje. Estaba viejo y cansado, muy cansado. Cada uno de sus huesos cargaba el lastre de 10 años de guerra y otros tantos de navegar al capricho de los dioses. Imaginó abandonarse en una playa, cambiar de nombre, hacerse pasar por ciego y dedicar sus últimos años a enhebrar versos que contaran su historia.

Sin pausa

Cualquier día lo hará, seguro. Se levantará como siempre, se vestirá, se tomará ese horrible café en ese horrible bar, se sentará en su puesto, escuchará todo aquello que no le interesa: lo listos que son los hijos de una, lo grande que es la cama del otro y lo triste que es la vida del tipo de la mesa del fondo de la oficina, cuadrará balances, preparará nóminas infinitamente más altas que la suya propia, intentará respirar hondo y comprenderá que allí dentro es imposible conseguir ni una bocanada más de aire, mirará hacia a la puerta y se morderá el labio nervioso, se levantará y andará lentamente hacia la salida y el camino le parecerá eterno, pero saldrá, saldrá a la calle y se sentirá renovado, limpio, completo, empezará entonces a andar sin rumbo, sin prisas, y cada paso será una nueva y emocionante decisión.

La rabia

Los odiaba a todos. Sin ninguna razón, o con toda ella. No veía personas sino monstruos abominables que le que le acechaban. Matar o morir: eso era todo. Y, por eso, una y otra vez, disparaba, cargaba, disparaba... Los cargadores caían al suelo con rapidez. Se veía a sí mismo como un personaje de videojuego: absolutamente inmortal, capaz de avanzar entre una pléyade de enemigos y con la posibilidad de reiniciar en cualquier momento. Oía una voz que le decía: "son civiles, para ta. No sigas". Pero el ruido de los disparos y el olor a pólvora le cegaban. Sólo pudo parar cuando un dolor agudo en la espalda le dejo inmóvil. – Lo siento cabo, tuve que hacerlo. Eran inocentes. – Nadie es inocente. – Entonces, dejó de pensar.

El hilo

Érase una vez, en un reino muy lejano y tan pequeño que no tenía lugar ni en los mapas más grandes, una hilandera que era capaz de tejer los sueños de las personas. En su rueca de madera y con un hilo finísimo hecho de la materia misma de las esperanzas esquivas de los hombres, tejía incansablemente noche y día un enorme lienzo donde habitaban quimeras, dragones, unicornios, gigantes, triunfos, amores correspondidos y anhelos secretos. La hilandera llevaba siglos tejiendo y el "runrún" infinito de la rueca era su única compañía. Pero un día, en un impulso inesperado, cortó el hilo. Y hasta el más poderoso de los hombres sintió que algo dentro de sí se había vuelto gris para siempre jamás.

Bajo la alfombra

No sé dónde la he puesto y mira que he buscado: ni en el armario, ni el cajón de las llaves ni en el mueble del salón. Así que voy a hacer lo que me enseñó mi abuela, un nudo en un pañuelo y a esperar que aparezcan por cualquier parte. Es gracioso, a veces me pasa como con las gafas: que las busco y las busco y las llevo puestas… ¿dónde habré metido mi alma, que no aparece por ninguna parte?

La despedida

Esta es la última vez que nos vemos. Ya no sigo. No tengo fuerzas ni ganas. Y, lo que es peor, ya no me quedan ideales por los que seguir luchando. Ha sido un camino largo, en el que he aprendido a mentir, a acechar y a no fiarme de los que se dicen mis amigos. No me ha ido mal, no puedo quejarme y tú bien sabes la de horas y desvelos que he dedicado a esto, hasta el punto que he perdido a mi familia por el camino. El pueblo podría decirse que me tiene algo de cariño, al menos no me odia. Y ahí quedan para la posteridad, el pabellón, la plaza y los nuevos barrios. Adiós, querido despacho.

La bestia

¿Le estaba mirando? Si, le miraba. No podía estar seguro de si era un hombre o un Dios. Llevaba rato mirando a esos seres que habían bajado de una enorme canoa, mucho más alta y larga de lo que cualquier árbol o piel de animal de los que él conocía podría dar lugar. Al principio le parecieron hombres, pero luego, algunos de ellos se pusieron unas vestimentas que brillaban al sol y se subieron encima de unas criaturas de cuatro largas patas desconocidas. No había lugar a la duda, eran dioses. Poco a poco se fue acercando, y cuando se aseguró haber sido visto por el ser de brillantes vestimentas, se puso en pie y acudió corriendo hacia él para postrarse a sus pies. Pero, antes de llegar a su altura, el dios le señaló con un bastón del que salió un poderoso rugido. Cayó al suelo lamentando que la muerte le viniera tan de repente, sin dejarle tiempo para dar la gran noticia a su pueblo.

El Dios

¿Le estaba mirando? Si, le miraba. No podía estar seguro de si era un hombre o una bestia. Hacía poco que se había dado cuenta de su presencia, pero no quiso hacer nada hasta estar seguro. Si era un animal, podrían cazarlo para la comida, algo de carne fresca tras meses de salazones vomitivos. Pero parecía un hombre. Un hombre de extraños ropajes, sin duda un salvaje y, por tanto, peligroso. El salvaje, finalmente, salió de su refugio, despacio, agazapado aún. Entonces pudo verlo con más claridad. Llevaba algo parecido a una lanza y también una especie de maza. Se puso de pie y avanzó agitando la maza. "Al fin podré volver a disparar", pensó. Cargó el mosquete, apuntó y disparó.

El hombre que lloraba lluvia

De algunos seres sabemos que son extraordinarios desde el mismo momento de su nacimiento. Eladio Romera es uno de ellos. Cuando nació, el 15 de agosto de 1968, su llegada al mundo vino acompañada de un terrible aguacero que significaba el final de la sequía más grave habida en 50 años. Nadie le dio importancia. Él tampoco fue consciente de su don hasta bien entrado en la pubertad. Fue el día en el que le rompieron el corazón por primera vez. Fue un 13 de febrero, y mientras ella le decía que estaba enamorada de otro, el cielo se fue cerrando. Y, mientras regresaba a casa, llorando, una lluvia suave y cariñosa le fue acompañando por el camino. (Creo que este es el arranque de una novela)

Utopía

Aún el latigazo del orgasmo le recorría la espina dorsal cuando ya estaba soñando en huir de nuevo: una isla, luz, clima apacible, paseos a la orilla del mar. Le daba igual la compañía. Él necesitaba tranquilidad. Ella pensaba que nunca antes la habían tratado igual. Que nunca antes había sentido tan intensamente como en esas exiguas dos horas. Pero el remordimiento le sobrevino de pronto. Ella debía estar, no allí, sino en su casa con su hija y su marido. Ese era su lugar, estaba enamorada y esto era sólo sexo, frío y sucio sexo. Se levantó y a toda prisa entró en el cuarto de baño para cerrar por dentro y evitar que él la siguiera y en la bañera volviera a repetirse su debilidad. Mientras, él esperó tumbado en la cama, con la postura ensayada, hasta que ella le dejó el dinero a los pies de la cama y escapó. Luego contó los billetes y pensó: ya queda menos...

Verdes

"Verdes, profundos, eternos. Así eran sus ojos", pensó, "a veces, casi amarillos". Miraba la silla vacía y recordaba su mirada. Los rizos cobrizos, que a veces nublaban sus ojos. Se había ido y no había tenido el valor, el coraje para decírselo. Ella notaba brotar las lágrimas, mitad de rabia, mitad de pena. Se sabía una cobarde, siempre lo había sido. Esta vez, a punto había estado de serlo. Fue el día que le anunció su marcha de la empresa. Su boca decía "te deseo lo mejor", pero su alma gritaba "no te vayas, yo te quiero".

El miedo de Ari

Ari escuchaba las voces de la mujer que avisaba a sus conciudadanos del peligro. El calor, la postura y aquellas palabras casi le hicieron perder el sentido. A punto estuvo de gritar y lanzarse al ataque en ese mismo instante. Pero se contuvo, le contuvieron. Fuera, los cantos y vítores fueron haciendo inaudible las advertencias de la mujer. Y entonces, sintieron cómo se movía pesadamente la figura. Fue el primero en salir, los troyanos apenas se daban cuenta de lo que pasaba. Uno tras otro caían a manos de la avanzadilla. En pocas horas la flota aquea habría vuelto sobre sus pasos y la ciudad sería sin duda suya. Por fin: un botín fabuloso, pasar a la historia como los grandes hérores. Aunque, en ese momento, lo único que tenía en la cabeza era encontrar a esa mujer para matarla. La mujer que le había descubierto lo que era el miedo.

La quijada

Él estaba allí con él. Solos los dos. Y con él también, entre ellos, estaba todo su orgullo. Por eso lo odiaba sobre todas las cosas: por esa forma tan enervante de ser, tan perfecto, tan querido por sus padres, tan comprensivo. Así que estaban lejos de casa, en ese pequeño altar al que tanto tiempo le dedicaba. Y a unos pasos, una quijada de asno o quizás de vaca. Cualquiera diría que no lo pensó, que fue un momento de locura, pero no sería cierto. Repasó esa escena en su mente cientos de veces antes, disfrutando de cada detalle, realizando una y otra vez el gesto asesino. Y sin embargo, cuando convirtió en real lo que tan sólo había permitido en su imaginación, algo no fue como en sus sueños: la estúpida mirada de perdón, como si entendiera los motivos, de los agonizantes ojos de su hermano.

El limbo de las cosas

Las cosas, algunas cosas, antes de desaparecer para siempre habitan un espacio, casi siempre envuelto en sombras. Un espacio en el que se agolpan unas contra otras y, como si supieran que se trata de la última estación en la vida, intentan esconderse de la vista, confundiéndose con las telarañas o adoptando la forma de una curiosa sombra. Antes de morir, las cosas, algunas cosas, van al limbo, que es el trastero.

Millones de historias

Estaba intentando concentrarse en la copa que sostenía, pero era imposible. A su lado, una chica de inolvidable nariz cubista, le sacaba un palmo a su enamorado, de aspecto perfectamente olvidable. ¿Qué les había llevado a unirse a dos seres tan dispares? Más allá, un escote de vértigo hablaba de complejos abandonados en la camilla de un quirófano. Una camarera de mirada triste que se esforzaba en sonreír le sugería un desengaño, o el cansancio de una vida demasiado joven para sentirse cansada. A su lado, la chica del abrigo color verde fosforito gritaba en silencio: ¡miradme! Millones de historias en aquel apretujado local, historias que ya nunca recordaría y cuyo olvido le llevaría esa noche (como tantas otras) a apurar a sorbos su consciencia.

El perro

El perro seguía ladrando mientras corría tras el hombre vestido de azul. Alguien podía creer que se trataba de un juego. Sólo algunos sabíamos que en realidad era una cuestión de vida o muerte. El hombre vestido de azul trazaba profundos zigzagueos para evitar las acometidas del can, que poco a poco le iba ganando terreno. Finalmente, los dientes del perro atraparon la pierna del hombre que, desequilibrado, cayó al suelo. Ya en el suelo intentó por todos los medios que los colmillos de la bestia no llegaran a su cuello, pero fue inútil. Mientras algunos transeúntes se afanaban inútilmente en soltarlo de la mordedura asesina, nosotros saldábamos la apuesta.

La Pasión de Piolín

La primera pedrada le abrió la ceja. La segunda le destrozó una pata. Luego ya fue incapaz de distinguir en qué orden o qué piedras le produjeron el resto de lesiones. Pensaba que finalmente saldría indemne de la situación, como en todas y cada una de las películas anteriores. Sin embargo, los dibujantes se estaban excediendo: nunca antes había sentido tanto dolor. Cuando comprendió que no volvería a volar y que todo parecía indicar que no habría resurrección, para su sorpresa y la de los animadores, dijo a su creador: "Padre, ¿por qué me has abandonado?

La tos

El ataque me dura ya más de 3 minutos, habiendo intercalado 3 estornudos. Del número de toses perdí la cuenta. Desde que me he levantado es la tercera vez que me ocurre y entre ataque y ataque suele haber una serie de toses de entre 15 y 20 que se pueden considerar aisladas entre si puesto que transcurre más de 20 segundos entre cada una. Llevo 37 horas de resfriado y ya comienzan a dolerme los abdominales del esfuerzo de tanto toser. Afortundamente, sólo me restan 4 horas y 18 minutos para llegar al médico y que me recete el jarabe de siempre.

El nuevo Papa

Ya sale el humo blanco por la chimenea. Lo he conseguido. Soy el nuevo Papa, otra vez. Parece mentira que los humanos no se percaten. ¿Qué mejor manera de enturbiar la obra de Dios que desde dentro de su Iglesia? ¿Qué cruzada iniciaré esta vez?