Aún le dolía el ojo, que se había amoratado de manera alarmante y con el que apenas podía ver. Como de costumbre, después de la paliza él le había pedido perdón y le había prometido que no lo volvería a hacer. Como de costumbre, tras autoperdonarse, se había tumbado en el sofá. Ella había quedado en la cocina, dolorida y aterrorizada. Supo que sólo tenía dos opciones: estar huyendo siempre o enfrentarse a sus miedos.
Optó por lo segundo. Cogió el cuchillo con el que había estado cortando la carne y se dirigió al salón. Midió con delicadeza el punto exacto y con un golpe seco le atravesó el corazón. Luego lo arrastró al suelo, tiró una lámpara, se golpeó con una de las sillas y salió gritando de la casa.
Optó por lo segundo. Cogió el cuchillo con el que había estado cortando la carne y se dirigió al salón. Midió con delicadeza el punto exacto y con un golpe seco le atravesó el corazón. Luego lo arrastró al suelo, tiró una lámpara, se golpeó con una de las sillas y salió gritando de la casa.
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