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Mostrando entradas de octubre, 2007

Paracetamol para el amor

Abrió los ojos frustrada. Un terrible dolor de cabeza le golpeaba las sienes rítmicamente y él ni siquiera la miraba. Le vio levantarse y sintió que la distancia entre ellos era mucho más grande que el metro ochenta de la cama. Quiso decirle algo, pero ella no solía hablar de esas cosas; un sentimiento de vergüenza incrustado en su corazón durante la infancia se lo impedía. Mientras él se lavaba los dientes ella pensó que a lo mejor una caricia o un beso robado le serviría para cerrar un poco el abismo que se abría entre ellos. Pero el dolor de cabeza era superior a cualquier otra cosa y, como cada mañana, se fue a la cocina a tomarse un comprimido de paracetamol con leche caliente.

Los recordatorios de comunión

La abuela había dejado de recordar su vida. Ahora, preguntaba quién era aquella mujer que se asomaba a sus ojos desde el otro lado del espejo. Sus hijos ni siquiera habían nacido y se pasaba el día hablando a gritos con su abuelita. Durante unos años continuó en su casa, acompañada de diversas personas que se encargaban de que no le pasara nada. Pero la enfermedad había avanzado tanto que precisaba cuidados especializados, y la diferida decisión de ingresarla en una residencia fue finalmente tomada. El día que habían planeado el traslado, la abuela amaneció aparentemente como siempre, llamando a gritos a su abuelita porque el médico Don Tomás estaba de camino. A su alrededor, todos colaboraban en preparar el equipaje, guardando ropas y medicinas. Pero, cuando estaban a punto de abandonar la casa, la abuela comenzó a llorar y a pedir que abrieran el cajón de la cómoda. Allí estaban, debidamente ordenados, los recordatorios de primera comunión de todos sus nietos.

El cobarde

He dado un paso más esta tarde hacia el abismo de la soledad. Ella me ha preguntado por los retrasos y los olvidos de los últimos tiempos y yo le he mentido. Y me he mostrado indignado y molesto. Así que, finalmente, ha dejado de tener dudas. Y yo sé que cada momento que pasa está más cerca su definitivo adiós. Me siento aliviado: será ella quien abandone el barco.

El Universo se encoje

Nadie me cree. Todos piensan que el Universo está en plena expansión, que la energía poco a poco se irá perdiendo y que un frío intenso y eterno se apoderará de todo. Pero no es verdad, no puede serlo. Cierro los ojos y me elevo sobre mi cuerpo, sobre mi casa y mi ciudad. Y sigo subiendo hasta el momento en el que ya no hay arriba y abajo, sólo distancias que puedo cubrir en el tiempo de un sueño dulce. Y esferas estériles o incandescentes que se distribuyen por el espacio. Cada vez que realizo mi pequeño paseo espacial, soy capaz de llegar más lejos, sin ir más rápido, ergo, el Universo se encoje.

La maleta viajera

Decenas de personas pasan por su lado cada día. Hoy está en Almería, pero hace un mes estaba en Barcelona, y antes pasó por Madrid. Hace como 90 años estaba en La Habana. Y, antes, permaneció en una tienda asturiana más de cinco años esperando que un viajero improbable la comprara. Su vocación era la de ir con  artistas, turistas o, en el peor de los casos, con algún hombre de negocios. Sin embargo, terminó en manos de un hombre sin nombre que marchó a hacer las américas cargado con los sueños de todos los suyos. En Cuba apenas salió de La Habana, tan sólo una vez, para un viaje ocasional en el que por primera vez montó en automóvil. Allí permaneció 10 años. Regresó en un camarote de primera, acompañada de maletas lujosas. El retorno fue definitivo, ya nunca volvió a salir y quedó amontonada en el desván de una casa de indianos hasta que alguien se dio cuenta de que podía servir para contar una historia que era a la vez la historia de muchos. Desde ese día viaja por toda España, enseñá

El teclado

Los golpes rítmicos de las teclas rompían el silencio de la noche. De vez en cuando, el ventilador de la CPU se unía al monocorde sonido del teclado. Desde hacía años venía usando uno de IBM, poseedor de un sonido metálico que le chiflaba por la robustez y el click inimitable. Solía decir que su teclado era como el motor de las Harley , bello y característico hasta en el ruido. Incansablemente llevaba más de cuatro horas delante del monitor, sin apenas levantar la vista de sus manos, y dejando para más tarde la revisión de los errores de pulsación que sabía estaba cometiendo. Simplemente no tenía tiempo para adornarse demasiado. Su cabeza acababa de alumbrar el próximo premio Planeta y no podía perder el hilo de la narración. Seguiría escribiendo hasta finalizar las 150 páginas que calculó duraría, unas 20 de introducción de los personajes y el resto para contar la historia de un hombre que, obsesionado por el sonido de su teclado, se pasaba las horas delante del ordenador componiendo

El diluvio

Atrapada tras un muro de agua, la ciudad permaneció varios días dormida. Las gentes se protegían del nuevo diluvio atrincherándose en casa, y sólo se veían por las calles coches de bomberos y aquellos incautos que habían agotado ya los víveres tras tres días de encierro. Por las radios el mensaje era de tranquilidad, se pedía a los ciudadanos que no salieran de casa si no era estrictamente necesario, y se rogaba que no colapsaran las centralitas de los centros de emergencias de la ciudad. Al cuarto día comenzaron los desalojos, primero de los pisos bajos y garajes, luego de edificios más altos cuyas estructuras comenzaron a resentirse. Al mismo tiempo comenzaron a verse los primeros locos de las aguas, personas que deambulaban por las calles, sin importarles ya mojarse, en busca de comida. Pronto algunos de estos locos se organizaron en bandas de pillaje y para cuando cesó el diluvio, después de dos semanas, la ciudad estaba en sus manos y ya nada volvió a ser como antes.

La lágrima

Apartó lo ojos del microscopio, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo de papel de la caja que siempre tenía al lado de su puesto de observación. Miró de reojo hacia su derecha, al lugar en el que ella solía estar esperando para devolverle una sonrisa. Pero ella ya no estaba. No había sobrevivido a los recortes en la subvención, por ser el eslabón más débil de la cadena, y tuvo que ser él quién le anunció la decisión. Ahora debía estar durmiendo, esperando comenzar su nuevo trabajo al otro lado del Atlántico. De improviso, una lágrima rodó por la zona izquierda de su rostro y fue a caer en la solución salina que estaba estudiando. Sabía que la muestra estaba arruinada pero, con todo, sometió a observación el compuesto. Ante sus alucinados ojos, las moribundas criaturas microscópicas que esperaba encontrar, se habían convertido en un enjambre creciente de seres que se movían a gran velocidad en el espacio minúsculo de su visor.

Mirar al que mira

Se pasaba las horas asomado a la ventana, observando los retazos de historias que se producían en el espacio que su mortecina visión le permitía alcanzar. Diariamente había ido aumentando el tiempo que pasaba mirando sus novelas reales, como les llamaba. Conocía a los viandantes habituales, el horario de los sometidos a las rutinas de los trabajos y hasta a los niños que a diario atormentaban la siesta de los vecinos con sus juegos. Un día comenzó a imaginar el antes y el después de lo que pasaba ante su ventana y, al poco, se lanzó a escribirlo. De resultas, apenas dormía: miraba de día y escribía de noche. Ella llamó a su puerta un jueves y sin presentarse le pidió que la acompañara a la calle. Pero a él no le pareció seguro ir con aquella especie de loca. Y le cerró la puerta. Desde la escalera, gritando para que la oyera, le dijo: "¿No es mejor vivir la propia vida que gastarla espiando la de los demás?

Instantes ajenos

A través del cristal, como siempre, veía pasar las horas. Desde que se había jubilado su vida transcurría lentamente, sin más variedad que la aportada por los transeúntes en la calle. Aquella ventana se había transformado en su canal de pago particular. Ante sus ojos, gentes ajetreadas paseaba un instante de sus vidas. A veces, alguien se paraba un momento y entones le daba tiempo a deducir algo de su aspecto: aquella está amargada, ese tiene problemas de dinero, aquel está esperando, ... Su vida se había transformado en un movimiento continuo de instantes que en realidad no le pertenecían y de los que ya no podía prescindir.

La vida triste

Se había leído todo lo de Isabel Allende y había construido para sí una imagen del mundo muy especial, una mezcla de magia, amor y amor mágico a partes iguales. Sin embargo, dado que nunca le pasaba nada parecido a lo que leía en las novelas, concluyó que el mundo no era lo suficientemente romántico para mujeres como ella o Allende. De esa idea finalmente nació una obsesión, consistente en querer conocer a la escritora, contarle su vida y que ésta la novelara, aderezándola con sus selvas y sus magias. Cada año acudía, por tanto, como si de una peregrinación se tratara, a la feria del libro con el ejemplar editado para la ocasión, en busca de la firma de la autora y de una oportunidad para contarle su vida. Una oportunidad que nunca encontró, pero que logró, a fuerza de repetirse la escena cada año, que la escritora recabase en ella y que, finalmente, en 2006 terminara por recordar su nombre paa la dedicatoria. Apenas hizo falta nada más, ni siquiera que hablaran como dos viejas amigas

Tormenta en la selva

Mira a su izquierda, cree ver en medio de la cortina de agua que cae una ventana entreabierta. Alguien, una mujer quizá, está asomada y parece mirar en su dirección. Un poco más al fondo, en la misma calle, un hombre aprieta el paso, convencido de la incapacidad de su paraguas para frenar tan gigantesco aguacero. Ella está en la esquina, iluminada por una triste farola, una auténtica reliquia del pasado, el agua rebota contra su chubasquero y entonces recuerda otras lluvias, aguas tropicales que calan como esta y que marcan el ritmo de los días, allí en su antigua patria. Recuerda entonces las historias de su abuela y, mecánicamente, sus brazos se elevan mientras sus labios musitan una antigua plegaria a la Pachamama.

Sueños que descarrilan

Una manta compasiva vino a calmar el intenso frío que sentía en aquel momento. Aterido, sin apenas fuerzas para sostenerse en pié, abiertos los ojos hasta lo imposible, veía como aquellos hombres y mujeres se movían con rapidez entre ellos, ofreciéndoles bebidas y las mantas salvadoras. Había dejado por el camino todos sus ahorros, a sus padres y hasta a un amigo que fue incapaz de aguantar el viaje. Tuvo que proteger su cadáver de la rapiña de los demás y logró echarlo por la borda antes de que lo despojaran de sus ropas. Poco a poco su cuerpo iba entrando en calor, lo que le permitió concentrarse un poco en su situación: solo, con apenas un hatillo de ropa, un descolorido número de teléfono en el pantalón y con el tren de sus sueños a punto de descarrilar entre las manos de aquellos hombres vestidos de verde.

La tormenta en la ciudad

En apenas unos minutos, la tormenta que sonaba lejana descarga su carga de agua y electricidad sobre el centro de la ciudad. En una ventana, apenas entreabierta, una mujer sostiene un cigarrillo urgente entre los dedos, y entre calada y calada, protege su dosis de nicotina de la lluvia tapándola con el brazo. Mientras, abajo, en la calle, un hombre lucha por meterse bajo un paraguas minúsculo, claramente insuficiente para sus amplias espaldas. Y, en la esquina, una persona joven, o de constitución fina, envuelta en un chubasquero asexuado, levanta los brazos mirando al cielo, como si esperara algo, ¿un rayo quizás?

El pirata

De un salto se colocó sobre la regala del barco abordado. Los hombres que había a su alrededor, pronto convertidos en carne sin aliento, le conocían y le temían hasta el punto de no ser capaces de reaccionar: se daban por muertos antes de comenzar a luchar. Su leyenda de crueldad y sadismo crecía por el Caribe mucho más deprisa de lo que lo hacían sus presas. Tan sólo tres años antes vegetaba en su tierra natal, Vera, capeando los temporales del destino con la herencia de sus padres. Pero una razia de corsarios berberiscos le había convertido, primero, en un esclavo y, después en un hombre sin Dios. Algunos de sus hombres y la mayoría de sus enemigos pensaban que había pactado con el Diablo, sólo así se explicaban sus continuos éxitos en tan concurridas y peligrosas aguas. Lo único cierto es que su espada atravesaba pechos, rebanaba gargantas y cortaba manos con la velocidad del rayo, sembrando un rastro de sangre a su alrededor.

Uno de los 100

Partió siendo un niño, con su padre, en busca de la ciudad de los inmortales. Tardó 20 años en encontrarla y, por el camino, perdió toda conexión sentimental con su pasado y con su tierra. Por eso no dudó en alistarse en el ejército de los 100 . Durante siglos guerreó al lado de los hombres más valientes de los que la historia tuvo noticia, hombres que no tenían miedo a la muerte porque no podían morir. Sin embargo, un día, su brazo no pudo seguir alzando la espada, porque su mente se había anclado en un recodo del Nilo, en la mirada de una joven de piel brillante. Esos ojos le siguieron hasta Alejandría y, desde allí, hasta Roma, atravesaron con él la Galia y se apostaron a la orilla del Rin. No la olvidó, no podía. Y cuando quiso regresar a aquel lugar, encontró una mujer vieja, que miraba con la misma dulzura, pero que esperaba la muerte antes que a un amor perdido. Entonces volvió buscar, con más empeño que antes, un lugar, un arma, un enemigo que le librara de su maldición eterna

El testamento

En tiempos antiguos los antepasados adoraban a la Diosa Tierra y al Dios Sol y era suficiente. Su amor y el respeto que los hombres les tenían hacían que año tras año naciera la lluvia y nuestros campos brotaran con las doradas espigas. Sin embargo, ahora, el respeto a los dioses se ha perdido, los hemos olvidado para dar cabida a otros, mucho más parecidos a los hombres, unos dioses que han ocupado el sitio de los espíritus pimigenios y que han sepultado su recuerdo. Escúchame bien, hijo, esos dioses no son los nuestros, los trajeron los invasores y algunos de nosotros traicionaron la memoria de los antepasados para así medrar ante los nuevos amos. Hijo, mientras te quede una pizca de vida en los labios, pregona esta verdad entre los nuestros: que oren a los dioses de los antepasados o no volverá la lluvia.

El campeón

Apenas podía ver nada, la sangre de la ceja abierta se mezclaba con el sudor y le dejaba un sabor amargo en la comisura de los labios. La respiración era un doloroso ejercicio y alguna costilla debía estar destrozada. Cuando el otro cuerpo calló pesadamente sobre la lona todo pareció desvanecerse: la rabia, la atenazante tensión y un instinto extraño a medio camino entre la supervivencia y el homicidio. Le alzaron el brazo y un coro de gritos y flashes se alzó a su alrededor.Había ganado. Otra vez. Y sin embargo, todavía tenía esa intensa sensación en alguna parte de su alma de que todo estaba ya irremediablemente perdido.

Invasión

Durante años hicimos caso omiso de los científicos que nos avisaban del peligro. La mayoría del mundo los tomaba por apocalípticos aguafiestas, seres ansiosos y exagerados en busca de sus dos minutos de gloria en la televisión. Luego, cuando los cambios comenzaron a producirse no quisimos darnos cuenta y los atribuimos a jugadas del destino o al designio divino. Pero ahora, cuando todo está perdido, cuando es evidente que la mayor parte de las ciudades están abandonadas, cuando las riadas de desplazados inundan los campos, cuando miles de personas mueren a causa de los ataques, es cuando nos damos cuenta de que, verdaderamente, las ratas no eran nuestras compañeras de viaje en la civilización, sino un auténtico cuerpo de asalto que, gracias a miles de derrotas, ha aprendido a combatirnos y a vencernos.

El asesino de sueños

Desde hace años tengo una rara afición que nace de una curiosa capacidad aún más rara. Por las noches me paseo por las calles de la ciudad, parándome junto a las ventanas más próximas a la calle. Desde allí intento captar los sueños de los durmientes. Cuando ese sueño es feliz, lo que suele coincidir con imágenes en color, entonces me introduzco en él y voy modificando los componentes hasta convertirlos en pesadillas horribles. Mis preferidos son los sueños de amor y sexo, en los que ella o él (según sea el objeto del deseo) terminan convertidos en monstruos devoradores que, en lugar de llevarte hasta el orgasmo, te llevan al borde de la misma muerte. Luego, de camino a casa, me imagino a mis desconocidos durmientes desconcertados e inseguros de sus sentimientos. Entonces soy feliz.

Sobrevivir a mis libros

Soñar... A través de las paginas abiertas de un libro cualquiera, a través de las palabras hilvanadas por manos extrañas, desconocidas y a la vez cercanas. Volar en el espacio y el tiempo sin necesidad de traspasar los límites de la física, dejarse llevar por las historias narradas por otros sólo para mi. Obtener los conocimientos que genios y no tan genios han dejado grabados para dejar constancia infinita de su sabiduría. Esos son los ejes que mueven mi vida y, mi único deseo, que ellos me sobrevivan para no sufrir con la visión de verlos amarillear o, peor aún, devorados por la humedad o los gusanos.

La falsa impostora

De pronto se vio en todos los telediarios. Su rostro acaparaba las portadas de los periódicos y su imagen de heroína, de mujer fuerte, de ejemplo para la sociedad, se vino abajo con la misma presteza que cayeron las Torres en las que edificó su leyenda. Alicia, sentada en su cuarto de baño, el rostro arrasado por las lágrimas, lloraba por la incomprensión del mundo. Ella no había estado aquel día en el World Trade Center, ella no había vivido realmente aquella pesadilla. Pero, en sus delirios, en sus sueños, había perdido a su novio, su trabajo y sus amigos. Había corrido entre la gente cubierta de cenizas blancas y había sentido cómo le arrancaban el corazón cuando revisó la lista de muertos. Al fin, ella se había refugiado en la ayuda a las otras víctimas. Allí sentada, encogida sobre sí misma, se dio cuenta de que el mundo la odiaba con la misma intensidad con la que meses antes la amaba, y entonces imaginó que alguien, en alguna misteriosa agencia gubernamental había inventado tod