Adolfo Hernández siempre había sido el mejor deportista de la promoción. Con él, nuestros equipos escolares de baloncesto, voley y fútbol habían llegado al menos hasta las finales regionales. Cuando se trataba de hacer los equipos, nunca le dejábamos ser uno de los capitanes, para que así fuera la moneda la que decidiera quién se lo quedaba. Era un ganador que llevaba sus victorias más allá de las canchas, triunfando también en el patio del colegio de monjas al que íbamos a pescar los de los salesianos los viernes al salir de clase.
Por eso me extrañó verle allí, de controlador del tráfico en la frontera. Maqueado con un traje pasado de moda, esperaba a las orondas señoras que ocultaban bajo las faldas los cartones de tabaco venidos de Gibraltar. Se había convertido en un simple traficante, o lo que era peor en el mandado de algún traficante de mucha menor valía.
Al poco de estar mirándolo, Adolfo se percató de la vigilancia y se dirigió con paso firme hacia mi. De pronto recordé su fuerza de antaño, el miedo que todos teníamos a sus puños, y me asusté. Pero, a dos pasos de mi, una sonrisa alumbró su cara y me soltó su conocida muletilla:
– ¡Coño, Fernández! ¿Como vas? Yo aquí, triunfando.
Por eso me extrañó verle allí, de controlador del tráfico en la frontera. Maqueado con un traje pasado de moda, esperaba a las orondas señoras que ocultaban bajo las faldas los cartones de tabaco venidos de Gibraltar. Se había convertido en un simple traficante, o lo que era peor en el mandado de algún traficante de mucha menor valía.
Al poco de estar mirándolo, Adolfo se percató de la vigilancia y se dirigió con paso firme hacia mi. De pronto recordé su fuerza de antaño, el miedo que todos teníamos a sus puños, y me asusté. Pero, a dos pasos de mi, una sonrisa alumbró su cara y me soltó su conocida muletilla:
– ¡Coño, Fernández! ¿Como vas? Yo aquí, triunfando.
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