Un antiguo maestro insistía que debíamos tender a la perfección, pero no alcanzarla, ya que la perfección es un rasgo divino.
Se equivocaba.
Cuando salgo al escenario y veo todo el teatro contener la respiración ante uno de mis perfectos saltos; cuando cientos de personas se ponen de pie y aplauden al unísono al final de mis intervenciones, entonces me siento como Dios. Soy Dios, más cercano y humano que ningún otro, pero por encima del resto de la humanidad, capaz de cualquier cosa.
Hay que buscar la perfección y encontrarla, porque sólo así puede uno convertirse en el Dios que lleva dentro.
Esto es lo que les digo yo ahora a mis alumnos.
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