Las bibliotecas son un universo particular, con sus propias reglas, mitos y héroes. Son lugares dónde prácticamente nada ocurre y sin embargo todo pasa.
La mía, la biblioteca pública dónde pasaba las horas muertas engañándome a mí mismo y permutando con una naturalidad pasmosa los apuntes de Derecho Canónico por los cómics europeos del final de la estantería, era un auténtico dédalo.
Quizás mi Minotauro no tuviera una apariencia poderosa, quizás sólo pareciese un funcionario con ojos de topo y la barbilla hundida. Pero encontrarlo agazapado tras una esquina, esperando el momento preciso en el que colocabas un libro en un estante incorrecto para caer furibundo sobre ti transmutándose en bestia era absolutamente terrorífico.
Y puede que mi Aridana fuese tan sólo la chica rubia y absurdamente degalda que siempre se entretenía entre las guías de viaje, acariciando los lomos de aquellos libros que hablaban de lugares donde nunca estaría, pero el sutil rastro de su perfume era el hilo que me rescataba, tarde a tarde, del laberinto implacable de la monotonía.
La mía, la biblioteca pública dónde pasaba las horas muertas engañándome a mí mismo y permutando con una naturalidad pasmosa los apuntes de Derecho Canónico por los cómics europeos del final de la estantería, era un auténtico dédalo.
Quizás mi Minotauro no tuviera una apariencia poderosa, quizás sólo pareciese un funcionario con ojos de topo y la barbilla hundida. Pero encontrarlo agazapado tras una esquina, esperando el momento preciso en el que colocabas un libro en un estante incorrecto para caer furibundo sobre ti transmutándose en bestia era absolutamente terrorífico.
Y puede que mi Aridana fuese tan sólo la chica rubia y absurdamente degalda que siempre se entretenía entre las guías de viaje, acariciando los lomos de aquellos libros que hablaban de lugares donde nunca estaría, pero el sutil rastro de su perfume era el hilo que me rescataba, tarde a tarde, del laberinto implacable de la monotonía.
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Soberbio.