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Mostrando entradas de septiembre, 2007

La señal

Desde 1963 el pequeño cuarto donde se amontonaban las máquinas del SETI en el radiotelescopio de Arecibo había sido casi su hogar. En los años de su larga carrera desentrañado las señales provenientes del espacio había visto pasar a tanta gente que no era capaz de recordar los nombres de casi ninguno. Había visto como, poco a poco, el dinero destinado al programa de búsqueda de vida inteligente se habían reducido a una cantidad meramente testimonial y los ordenadores de su alrededor se quedaban obsoletos en una lenta agonía de parches y actualizaciones. Como él mismo. Dos días más y una mísera jubilación acabarían de una vez con su persecución de lo imposible, con una búsqueda sin entusiasmo ya, que lo había apartado de la gloria científica y, posiblemente, de una vida real más allá del reflejo de un monitor de fósforo verde. Así que en el momento exacto en el que esa señal cobró fuerza en su pantalla, en el instante en el que el futuro de la humanidad se concentró en un esquivo pixel

El diario secreto

Durante años le había visto garabatear cada noche en aquel libro de notas en el que no le dejaba mirar. Tras la ceremonia diaria de transcribir sus secretos pensamientos, procedía con el mayor cuidado, a guardar el libro en un cajón con llave. En alguna ocasión buscó por encima la llavecita, pero nunca fue capaz de encontrar el escondite secreto. En esas ocasiones, le solía retraer una cierta sensación de culpa, un pensamiento que le coartaba y le hacía sentirse mal. En los últimos días de su enfermedad estaba tan atento a sus más mínimos deseos que olvidó completamente el asunto del libro. Pero ahora, entre los papeles del seguro, apareció la llave. Pensó que era una forma de darle permiso desde la tumba para leer aquellas páginas que con tanto mimo trataba. Abrió las tapas del volumen y comenzó a leer la diminuta letra. Cuando horas después las cerró, sabía mucho más de lo que nunca hubiera querido saber.

Dédalo

Las bibliotecas son un universo particular, con sus propias reglas, mitos y héroes. Son lugares dónde prácticamente nada ocurre y sin embargo todo pasa. La mía, la biblioteca pública dónde pasaba las horas muertas engañándome a mí mismo y permutando con una naturalidad pasmosa los apuntes de Derecho Canónico por los cómics europeos del final de la estantería, era un auténtico dédalo. Quizás mi Minotauro no tuviera una apariencia poderosa, quizás sólo pareciese un funcionario con ojos de topo y la barbilla hundida. Pero encontrarlo agazapado tras una esquina, esperando el momento preciso en el que colocabas un libro en un estante incorrecto para caer furibundo sobre ti transmutándose en bestia era absolutamente terrorífico. Y puede que mi Aridana fuese tan sólo la chica rubia y absurdamente degalda que siempre se entretenía entre las guías de viaje, acariciando los lomos de aquellos libros que hablaban de lugares donde nunca estaría, pero el sutil rastro de su perfume era el hilo que m

La batalla de Tao

Tao Tching , hijo de un agricultor, nieto de un agricultor, biznieto de un agricultor sin tierras, estaba a punto de ver colmados los sueños de todos sus antepasados. Al frente de un cuerpo de ejército del emperador, tras múltiples años de preparación, tras haber vencido todos los inconvenientes que encontró en su ascenso social, allí estaba. El sol apenas comenzaba a apuntar detrás de las redondeadas colinas, cuando el general dio la orden de ataque. Sus hombre formaban parte de la avanzadilla y debían ser los primeros en atacar el frente mongol. Debían, por todos los medios abrir una brecha en las filas de los temibles hombres de la estepa y envolver su ala izquierda. Tao miró los rostros de sus hombres y vio el miedo reflejado en ellos, en todos y cada uno. Y supo que su guerra estaba perdida. Aún así o, mejor aún, por ello, lanzó a los suyos con la determinación de la desesperanza. Antes de que el sol hubiera alcanzado el cénit, China era parte del imperio Mongol y el rastro de la

La pareja imposible

Ana y Raul eran, a todas luces, personalidades incompatibles. El uno, religioso, conservador, de ideas fijas y poco dado a las algaradas sentimentales. La otra, una inconformista ejemplar, revolucionaria en las ideas y profundamente anticlerical. Sin embargo, contra todo pronóstico, acabaron casándose. Entre los amigos de la pandilla hicimos una porra para apostar sobre la duración de lo que todos considerábamos un matrimonio abocado al fracaso. Desde el primer día, las discusiones y las trifulcas entre ambos fueron de dimensiones legendarias. Andaban en boca de los vecinos y en cualquier momento eran capaces de convertir una tranquila reunión de amigos en un tremendo campo de batalla en el que los demás nos veíamos forzados a tomar partido por alguno de los bandos. A la larga, ese comportamiento nos fue apartando de ellos; nadie los quería llamar para así evitar situaciones incómodas. Poco a poco abandonaron su vida social, enfrascados en una guerra de guerrillas sin cuartel. Sólo una

Comer por comer

El recuerdo primero que me viene al oír el nombre de Antonio Picardo es el de un gordo, el gordo de la clase, un tipo simpático que gustaba de contar chistes en los recreos, los cuales apuntaba afanosamente en una libreta que al efecto siempre llevaba consigo. Su otra gran afición, por supuesto, era la comida. Picardo lo pasaba mal en clase de educación física, en la que siempre tenía problemas para completar los ejercicios que nos encomendaban, sobre todo si estos incluían algún tipo de flexión a la altura de la cintura. Nosotros, con la maldad inocente de la infancia solíamos comentar que no se había vuelto a ver los pies desde el día que nació. Hoy he visto su nombre en una esquela. Mientras hacía el repaso diario de los periódicos, con parada inexcusable en las esquelas (hay que estar a bien con los clientes en los momentos de tristeza y hay que saber si se nos ha muerto algún deudor), mis ojos repararon en las letras que anunciaban el deceso de aquel querido compañero. Y cuando he

El triunfador

Adolfo Hernández siempre había sido el mejor deportista de la promoción. Con él, nuestros equipos escolares de baloncesto, voley y fútbol habían llegado al menos hasta las finales regionales. Cuando se trataba de hacer los equipos, nunca le dejábamos ser uno de los capitanes, para que así fuera la moneda la que decidiera quién se lo quedaba. Era un ganador que llevaba sus victorias más allá de las canchas, triunfando también en el patio del colegio de monjas al que íbamos a pescar los de los salesianos los viernes al salir de clase. Por eso me extrañó verle allí, de controlador del tráfico en la frontera. Maqueado con un traje pasado de moda, esperaba a las orondas señoras que ocultaban bajo las faldas los cartones de tabaco venidos de Gibraltar. Se había convertido en un simple traficante, o lo que era peor en el mandado de algún traficante de mucha menor valía. Al poco de estar mirándolo, Adolfo se percató de la vigilancia y se dirigió con paso firme hacia mi. De pronto recordé su fu

Ofuscado o muerto

No veo nada. Tampoco creo sentir nada: no huelo, ni escucho, ni palpo nada. No soy consciente de mi cuerpo, sólo de mi pensamiento. Es una sensación extraña, pero sé que si puedo pensar entonces es que existo. Y si existo es que estoy vivo. Pero si estoy vivo y no siento nada es porque sueño, o bien mi cerebro ha dejado de recibir estímulos. Creo recordar una curva y gravilla en el asfalto, la moto perdiendo el control y yo saliendo despedido contra la mediana. ¿Estaré muerto? Lo mismo soy un espíritu, aunque nunca he creído que pueda haber nada más allá de la muerte. Pero, ¿y si soy un reducto de energía de lo que fui cuando estaba vivo? La energía no piensa. No, no puede ser. Debo estar vivo y, por causa del golpe, sólo mi cerebro funciona. Seguramente estoy en una cama de hospital con mi familia alrededor. Seguro. Sí, es eso, estoy en un estado entre el coma y la consciencia y en algún momento despertaré y podré continuar con mi vida. Quiero despertar, lo intento con todas mis fuerz

Tragedia en 4 actos

1. La he dejado. Me he armado de valor y le he dicho que me voy, que nuestra vida en común es una farsa desde el primer día; que me casé por mis padres y por los amigos que ya estaban invitados. Quiero volver a sentirme libre como antes y por mucho que me lo suplique, por mucho que llore, no pienso volver. 2. La he denunciado. Me he ido la comisaría y le he puesto una denuncia por agresión. No quiero que se quede con la casa y de esta forma la obligo a negociar. Aunque dice que la vendamos, no me fío de ella. 3. Me ha dicho que la deje en paz, que me vaya de verdad, que deje de perseguirla. Pero es ella la que me persigue, es ella la que se mete en mis sueños y no me deja dormir desde el mismo momento en el que me abandonó. 4. Al fin se acabó todo. Ya no volverá a perturbar mi vida. La he desterrado para siempre de mi mundo, de la única forma posible. Se lo merecía.

La Iglesia futura

El Profeta decía que una hoja en blanco era como una mujer sin útero, que más valía un hombre que supiera escribir los signos sagrados que un hombre dueño de muchas tierras. Él nos enseñó que destruir el conocimiento, aunque éste sea erróneo, es el peor de los pecados, por eso las antiguas bibliotecas se convirtieron en los primeros templos de nuestra Iglesia. El profeta quería que la antigua magia de las palabras fuera revelada al pueblo, por eso fundó las escuelas de las letras, en las que cientos de jóvenes se iniciaron en el sacerdocio de los libros. Hoy, 200 años después de su muerte, nuestra Iglesia es la más extendida, nuestros iniciados conocen los secretos de las medicinas, de la electricidad y de la propia historia, esa peligrosa disciplina que tanto mal hizo a la humanidad. Nuestros templos son poderosos y muchos hombres acaudalados se han sumado a nuestras filas para lograr tener acceso a nuestros conocimientos, haciéndonos aún más poderosos. ¡Loados sean los libros antiguo

El barco de papel

He tenido que lidiar con muchos locos a lo largo de mi vida. Sí, ya sé que no es propio de un psiquiatra hablar de locos en general, sin distinguir entre las diversas razones que conducen a la sinrazón que es siempre la locura. Decía que he tenido que lidiar con muchos enfermos mentales a lo largo de mi vida, pero ninguno como el interno 116 del Hospital de Santa Inés, que había sido encontrado en las inmediaciones del puerto, vagando entre los contenedores y alimentándose de cuantas alimañas merodeaban por los muelles. Su enfermedad, aún sin diagnóstico, solía aparecer en forma de delirios momentáneos, en los que hablaba de circunnavegar el globo. Al principio pensamos en una esquizofrenia, pero cuando descubrimos que se dedicaba a acumular periódicos en los más insospechados escondites, nos decantamos por alguna dolencia maníaco compulsiva. Hoy, no obstante, me pregunto hasta que punto estaba realmente loco, sobre todo después de que comenzara a construir un gran barco de papel con l

El último sueño

El insomnio tiene a veces consecuencias del todo insospechadas. Es el caso de Fernando Espina, que anduvo durante años de médico en médico, contándoles sus noches desveladas y el único sueño que adornaba los raros espacios de tiempo en los que lograba cerrar los ojos. Le trataron a base de pastillas, con hipnosis y probando mil y una formas de llevarlo hasta el agotamiento físico. Finalmente, desencantado de la ciencia comenzó a visitar charlatanes, curanderos y sanadores de distintos pelajes, casi con el mismo éxito que con los hijos de la razón. Cuando yo le conocí, no hace más de un mes, tuvo ocasión de narrarme todos estos avatares y también la solución definitiva a su problema, que vino de la mano de un sacerdote vudú de origen brasileño cuyo teléfono le ofrecieron unos inmigrantes subsaharianos a la salida del metro. Llegó a la destartalada consulta (me comentó que ni siquiera merecía dicho nombre) y contó por enésima vez su historia, sueño incluido. El viejo mago se interesó inm

Yo también te quiero

No sé si te has fijado que día es hoy, por si acaso te lo recuerdo. ¡Feliz aniversario! Ahora sí que llevo la mitad de mi vida contigo....pero no me arrepiento.... Un beso. Dejó que cada una de las palabras del correo electrónico se incrustaran en su corazón, mientras una sonrisa bobalicona le asomó a los labios. Entonces quiso demostrarle que él también la quería. Pensó en flores, en joyas, en poesías, pero todo eso ya lo había hecho en otras ocasiones. Así que pensó en algo más sencillo y sincero, decirle que la amaba, decirle que cada día al acostarse la miraba y se preguntaba cómo era posible haber tenido tanta suerte en la vida. Abrió el navegador y se conectó a su bitácora en Blogger. Se lo diría gritándolo a todo el mundo.

El atropello

El coche frena pero es inútil. La velocidad que llevaba le impide parar a tiempo y el hombre es arrollado y posteriormente despedido hacia la acera. Alguien sale del coche y mira hacia el lugar dónde yace el atropellado. Le rodea una pequeña multitud y sus ojos se cruzan con los de una mujer de mediana edad que va embutida en un abrigo largo y tocada con una especie de sombrerito tirolés. "Lo ha matado, lo ha matado", grita la señora. Siente miedo y vuelve al coche: huye. La policía intenta recabar datos, todo el mundo señala que la señora del sombrero es la que se fijó en la persona del coche. Les dice que era un hombre y añade detalles de la matrícula que no terminan de coincidir con los de otro testigo. La señora vuelve a casa tarde, donde la espera su hija hecha un mar de lágrimas. "Tuve miedo, madre, tuve miedo", le dice y ambas se abrazan en el recibidor.

Diálogo improbable

– ¡Ho-Hola! – Buenos días. – Perdone, le parecerá una locura, pero creo que le he visto atravesar el muro. – Si, me lo parece, he salido por la puerta. – Ya, pero es que la puerta está mucho más abajo, y no la he visto moverse, así que estoy seguro: ha atravesado el muro. – Vaya, me ha pillado. Qué le vamos a hacer... – Eso significa que o bien es usted un fantasma o bien es un extraterrestre. – Buena conclusión, se nota que ve usted mucha televisión. – Pero, claro, dado que yo no creo en fantasmas solo queda como opción posible que sea usted un extraterrestre. – Me sigue sorprendiendo. – Aunque puede que sea usted un mago a lo David Copperfield. ¡Claro! Eso es. Usted es un mago, y yo soy un estúpido conspiranoico. – Bien mirado... Tiene sentido. – Perdone usted mi ignorancia y si le he podido molestar. – No se preocupe, en mi planeta hay mucha gente como usted.

Omertá

Cierro los ojos. Los abro. Los cierro definitivamente. No quiero mirar más. No quiero tener que mentir luego y decir que no lo vi. Aunque espero que no me pregunten por lo que oigo, porque entonces sí que tendré que callar, volver a ocultar la verdad. Oigo sus peticiones de súplica, oigo como se ríen de él. Oigo como se arrastra por el suelo, llorando. Oigo los tiros y deja de oírse su voz. Alguien escupe (supongo que al cadáver), y entre risas otro dice que en el mundo hay un chivato menos. Escucho una moto que se aleja a toda velocidad. Abro los ojos y veo una multitud arremolinada en torno al cuerpo y leo en los ojos de todos que ninguno ha visto nada, que nadie sabe nada.

El Joshua

– Mira que te diga, Joshua. Que dice la mama que no te vengas mu tarde, que las calles están mu malas de madrugá. – Dile a la mama que no se preocupe. Que voy con el Jordan y con el Jesu. Y que el Jesu hizo un año de ninjitsu. – ¿Y eso qué es? – Un tipo de lucha. El Jesu es capaz de matar a un pavo de un solo golpe en mitad del pecho. – Si, claro, y yo tengo la fuerza de supermán. – Que si, que es verdad Jessica. – Eso lo tengo yo que ver para creérmelo. – Te juro por la mama que es verdad, que yo lo he visto.

El bailarin

Un antiguo maestro insistía que debíamos tender a la perfección, pero no alcanzarla, ya que la perfección es un rasgo divino. Se equivocaba.  Cuando salgo al escenario y veo todo el teatro contener la respiración ante uno de mis perfectos saltos; cuando cientos de personas se ponen de pie y aplauden al unísono al final de mis intervenciones, entonces me siento como Dios. Soy Dios, más cercano y humano que ningún otro, pero por encima del resto de la humanidad, capaz de cualquier cosa. Hay que buscar la perfección y encontrarla, porque sólo así puede uno convertirse en el Dios que lleva dentro. Esto es lo que les digo yo ahora a mis alumnos.

El esclavo

No sé cuánto hace que me apresaron. He perdido el sentido del tiempo, pero debe haber salido el sol muchas veces desde que atacaron la aldea. Nos ataron unos a otros por el cuello y a los hombre nos amarraron las manos a la espalda. Luego nos fueron llevando hacia la costa donde nos tuvieron un par de días, mientras se cuidaban de disimular nuestras heridas. Mientras, muchos hombres blancos vinieron a vernos, revisándonos las dentaduras y los músculos. A unos cuántos nos hicieron salir a la calle, dónde mucha gente gritaba, supongo que ofreciendo un buen intercambio por nosotros. Ahora nos tienen en una gran canoa que navega sin remos y no se ve la tierra por ningún sitio. De vez en cuando nos sacan al aire, y aprovechan para retirar a los muertos y a los enfermos, aunque el olor a muerte no lo pueden quitar. No sé qué quieren de mi estos hombres, pero, sea cual sea el lugar donde me llevan, algún día lograré escapar y volveré a ser libre.

El estornudo

Alejandro de Quiñones, hombre de pasado oscuro, hijo de cristianos nuevos, vividor y soldado quiso salir de pobre como tantos otros, y se enroló de los primeros para viajar a las Nuevas Indias. Quería pasar a la historia como conquistador de algún gran imperio, aunque no era seguro que aquellos salvajes que infestaban las islas caribes fueran capaces de crear estados. Para su desgracia no pasó a la historia, sino que murió en una escaramuza sin importancia en algún lugar perdido, en el que acabaron perdiéndose también su cuerpo y su propia historia. Sin embargo, su papel en la conquista fue primordial. No en vano, mató más hombres que el propio Hernán Cortes o incluso que Pizarro. Para ello sólo tuvo que estornudar, inoculando el virus de la gripe al viejo indio que pedía comida a los hombres que bajaban del barco.

La novia enferma

La noche antes pensaba que el alma acabaría saliéndosele por la boca, a base de vomitar. Aquella mañana siguió el tormento, pero todos lo achacaron a los nervios de la boda. Al altar apenas pudo llegar por su propio pie y no fue capaz de encontrar la energía para decir un sí que fuera audible por el sacerdote. Antes del convite le inyectaron una mezcla de tranquilizantes y su estómago pareció asentarse un poco. Sin embargo, la noche de bodas fue una repetición de la víspera, y su recién estrenado marido pensó que sería culpa de las emociones del día. Al día siguiente embarcaron en un crucero por el Mediterráneo y los vómitos le acompañaron a bordo. El médico del barco pensó que se debía al movimiento y la despachó con un par de comprimidos para el mareo. Al cabo de una semana comenzaron a sospechar un embarazo, pero las pruebas no daban resultados favorables. Sólo su abuela, desde la soledad de la atestada residencia de ancianos, emitía el diagnóstico correcto, aunque nadie la tomaba y