Todos la miraban. Ella era el centro de atención, el foco en el que convergían todas las miradas de la fiesta. Él, como un perro guardián, no se separaba de ella, protegiendo su tesoro.
Se sabía envidiado, admirado por su enorme suerte. Pero eso no le gustaba. Hubiera deseado que ella fuera menos guapa, que no hubiera llamado la atención de los otros. Cada hombre que la saludaba, cada mirada de soslayo que sorprendía, eran una combustible para su miedo, para su obsesión: ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se diera cuenta de que él no la merecía? ¿Hasta cuándo seguiría con él?
Analizaba las sonrisas, los matices de su voz, siempre en busca de un indicio que le confirmara sus eternos temores, siempre envidiado, siempre infeliz.
Se sabía envidiado, admirado por su enorme suerte. Pero eso no le gustaba. Hubiera deseado que ella fuera menos guapa, que no hubiera llamado la atención de los otros. Cada hombre que la saludaba, cada mirada de soslayo que sorprendía, eran una combustible para su miedo, para su obsesión: ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se diera cuenta de que él no la merecía? ¿Hasta cuándo seguiría con él?
Analizaba las sonrisas, los matices de su voz, siempre en busca de un indicio que le confirmara sus eternos temores, siempre envidiado, siempre infeliz.
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