Al final de sus días tomó conciencia de la importancia de si mismo. Era el último de los suyos. Una vez que muriera ya nadie podría contar al calor de las hogueras los mitos de los antiguos. Nadie más hablaría su lengua, hecha de nombres mágicos y palabras viejas. Cuando él exhalara por última vez, no quedarían ojos que hubieran visto la ceremonia de los hombres, o los bailes frenéticos de los cazadores. Nadie, en fin, podría cantar las plegarias a los dioses del cielo para que llegara la lluvia. Sin embargo sólo lloraba cuando pensaba que tampoco habría nadie para realizar con él el rito de la muerte. Su espíritu vagaría eternamente en busca de las praderas de Manitú